El cuadro de la iglesia de Auvers-sur-Oise, de Van Gogh, hace que la materia inanimada adquiera vida propia, autónoma. Es que en este lienzo no hay, a decir verdad, materia inanimada. La tela podría pasar por un monumento al animismo: la iglesia sufre, se contorsiona, se estremece, parece aplastada por el cielo azul y los dos caminos que la estrujan. Es una criatura viva, todo en ella dice, todo en ella expresa. Para usar un decir común, “solo le falta hablar”.
Es una enorme prosopopeya pictórica: una cosa que asume cualidades y facultades humanas. Sentimos el dolor de la piedra torturada. Sentimos que, como cualquiera de nosotros, aspira al cielo insondable y estrellado. Sentimos que se sabe templo. Sentimos, aún más, que nos seduce con su dolor y –a un nivel más básico– con las sinuosidades de sus líneas. Más que una iglesia, es una solitaria mujer que ora… y quizás también desea.
Elección. Azul infinito del cielo estrellado. Cobalto, índigo, añil… Dalí decía que esos eran los colores de los sueños. Y luego la tremenda disyuntiva del sendero que se bifurca: ¿hemos de tomar el camino de la derecha o el de la izquierda? La iglesia nos obliga a escoger. Su enorme cuerpo estremecido no se hará a un lado para dejarnos pasar.
Estas divergentes veredas son una enorme, silenciosa pregunta. Debemos elegir, y para ello saber discernir, ejercer la facultad de la sindéresis en su más lúcida forma.
Fue una de las últimas telas de Van Gogh: posiblemente ambos senderos nos conducirían a la locura y la muerte. Y lo que es más grave: debido al tipo de pincelada del artista, sentimos que los caminos nos sorben, nos arrastran vertiginosamente hacia sus oscuros desaguaderos.
Cuando conocí el monumento original, experimenté una profunda decepción. Sentí que él era la réplica de la verdadera iglesia, la que Van Gogh había retratado. Ahí donde el pintor capturó el alma misma de las piedras, no encontré más que un discreto templo del siglo XIII, entre gótico y románico, pero no vibraba ni respiraba como el de van Gogh: se le había volado el alma. Era no más que materia inerte.
Espíritu. La iglesia de Van Gogh es más espíritu que materia. Lo que topé en su lugar era mineral y roca pura. Era, en todo caso, infinitamente menos que la obra del pintor.
Y he aquí como la virtualidad –el caso es frecuente– supera en verdad, en palpitación, en autenticidad de vida, al modelo real. Jamás entraría a la iglesia de Auvers-sur-Oise. Daría, en cambio, cualquier cosa por penetrar en el edificio que pintó Van Gogh (de hecho, he fantaseado con ello a menudo).
Hay algo en la iglesia de la tela, que es a un tiempo inteligente, místico, mágico, torturado y erótico. Y no me cabe la menor duda al respecto: es mujer.
El autor es pianista y escritor.