Calumniamos y denigramos la relación sexual que no es inspirada por el más profundo de los amores, al calificarla de “brutal” y “animalística”.
Así pues, entre la sublimidad de Tristán e Isolda y una cópula de puercos en celo, ¿no habría grados intermedios? Entre el blanco y el negro absolutos –meras abstracciones–, ¿no se estruja la gama deliciosa e infinita de los grises? ¡Vamos, que tal aserto no resiste el menor examen crítico!
Es evidente que la relación sexual humana, aun cuando no exprese el amor, estará siempre aderezada, coloreada, texturada por mil agentes específica y exclusivamente humanos: cortejo, seducción, resistencia, ritual, verbalización, atuendo, expectación, imaginación, espíritu lúdico, deleite en la transgresión, gozo de la demora y la posposición del momento, sabia administración y dosificación del placer, magia, ternura, poesía, propiciación de la atmósfera que hará las veces de caja de resonancia para los juegos amatorios, complicidad, secreto, disposición de las fragancias y colores, humor, malicia, obscenidad, lirismo, retozo, reignición del deseo mediante la invocación de imágenes, creación de una mitología y un dialecto íntimo compartido, mil códigos arcanos salvo para los participantes en la lid erótica, ¡aun el peligro y la culpa son constitutivos del gozo!
Búsquenme a un hipopótamo capaz, en el más inspirado de sus días, de generar toda esta parafernalia antes de saltar a su hembra, y les daré la razón.
La verdad es que no hay nada, absolutamente nada, en la conducta sexual de los seres humanos que no esté a años luz del mundo animal.
Es, de hecho, una de las áreas en que la especificidad del anthropos con respecto a cualquier fiera salta a la vista.
Aun cuando hombre y mujer pretenden practicar el sexo “salvaje” y “animalístico” (ya vimos cuán incorrecto sería colgarles a estos adjetivos el adverbio “puramente”) lo harán desde su condición de seres humanos, y gozando de su animalidad (que nunca será tal, en el sentido groseramente zoológico de la palabra) precisamente en la medida en que saben que no son animales. Será un “jugar a”: es lo propio de la especie humana, el homo ludens.
Barreras de la moral. Detrás de la excesivamente rigorista sanción contra el sexo “sin amor” se esconde el atávico, apestoso puritanismo de viejo cuño. Muchos no invocarán la ausencia de Dios para desprestigiar y enfangar un acto que está condenado –aun practicado en su más primaria forma– a ser exquisitamente humano, pero invocarán a su sucedáneo laico: el amor.
“No creo en el sexo sin amor”, nos dirán, por la simple razón de que temen que al anunciar: “Mi Dios no me lo permite”, suscitarían la irrisión de muchos.
No es la ausencia de Dios o de amor lo que los inhibe. Es, simplemente, la imposibilidad para el gozo, la inhibición, las férreas barreras aduaneras de la moral pública, el temor al juicio de los demás, el moralismo de curilla provinciano.
Respeto su sentir, pero desearía que siquiera no se engañasen a sí mismos sobre el verdadero motivo de su pacatería.
El sexo recreativo o lúdico es, evidentemente, menos que la experiencia extática del sexo que expresa un nivel de comunicación profunda entre sus actores.
En eso estamos clarísimos. Es como comparar una sinfonía de Beethoven con una tonadita que apenas le hace a uno cosquillitas al oído. Todos querríamos la sinfonía de Beethoven. Pero sucede que las experiencias eróticas trascendentales, divinas y divinizadoras, suelen ser infrecuentes.
Entretanto, ahí está nuestra libido, que busca como siempre su exutorio. ¿Vamos a privarla de él porque la relación que le proponemos no alcanza el nivel de incandescencia de Heathcliff y Catherine, Romeo y Julieta, Pablo y Virginia, Tristán e Isolda, Abelardo y Eloísa?
¿No tiene uno derecho de tocar una grácil y breve mazurca de Chopin? ¿Hemos de considerar degradante y vil todo lo que no sea interpretar Las Variaciones Goldberg de Bach o las últimas cinco sonatas de Beethoven?
El sexo recreativo representa sin duda una subutilización de nuestras potencias amatorias. No convoca nuestro ser integral: cuerpo, alma, psique, emoción, ternura, pasión, intelecto. Pero, amigos: subutilizar algo no es un pecado, es… pues simplemente subutilizarlo.
Antojos diversos. Claro que quien practique el sexo lúdico se priva de la experiencia erótico-místico-estética del amor profundo, espiritual, repito: eso lo tenemos claro.
Pero esa no es razón para lincharlo. Sucede, simplemente, que en lugar de comer ambrosía se vio súbitamente asaltado por el antojo de una milk shake de fresa: ¿Tan atrozmente aberrante es su conducta?
Si tal es el caso, entonces seamos coherentes en la excelsitud generalizada de nuestra vida: no respiremos si no es el aire prístino de las cimas, no vistamos si no son las sedas persas traídas a Europa por Marco Polo, no comamos si no es la haute cuisine de los grandes chefs parisinos, no bebamos si no es el agua de los más puros manantiales, no leamos nada por debajo del Quijote, no oigamos nada que vaya a la zaga de la Missa solemnis de Beethoven, no hablemos si no es en versos alejandrinos rimados, no vayamos a iglesia alguna que no sea Notre Dame, no tengamos por amigos más que seres sublimes, nobilísimos, épicos y excelsos… No podríamos vivir, es así de simple.
El punto no es determinar que el sexo con amor es más que el sexo recreativo: eso se cae de puro obvio. El punto es definir en qué áreas del vivir estamos condenados a la sublimidad y la excelsitud permanentes, y en cuáles podemos, simple y sencillamente, divertirnos un rato.
Mi reflexión no es un abyecto, decadente y peligroso himno al hedonismo contemporáneo. La gente habla y habla del hedonismo, reciclando lugares comunes e ideas recibidas, sin ni siquiera saber lo que realmente significa: es una noción mucho menos satánica de lo que supone, defendida por muchos grandes filósofos, por cierto.
Y es falso que vivamos en una sociedad hedonista. ¡Ojalá tal fuera el caso! Nuestra sociedad nos quiere siempre ansiosos, deseosos, anhelantes, sedientos, hambrientos, insatisfechos, angurrientos… ¡Eso no es hedonismo!
Antes bien, es la definición misma del infierno. La sociedad no quiere que disfrutemos hedonistamente de nada: tan pronto comenzásemos a hacerlo, pondríamos en peligro el vértigo productivo del mercado.
Contrariamente a ese lugar común acríticamente aceptado según el cual vivimos en una sociedad hedonista, les diré que somos víctimas de un sistema que nos quiere llenos de dolor, de inquietud, de codicia, de angustia, de insaciable sed adquisitiva, y ¡eso es todo menos hedonismo!
El hedonismo que predico es sano, blanco, diáfano, simple, ligero. Convengo: no es la experiencia totalizadora del amor entrañable y trascendente, pero tampoco una inmundicia que nos degrada al nivel del dragón de Komodo o el monstruo de Gila.
Deleite. Es bello, disfrutar. Mucha gente no es capaz de hacerlo. Es un arte, y como todo arte tiene niveles. Quien rehúse hacerle el amor a otra cosa que a la Victoria de Samotracia o al David de Miguel Ángel se perderá de muchas fragancias y sonrisas vivificantes. Causa del deceso: obsesión por la sublimidad, psicorrigidez en el diario diálogo con la belleza, que es multiforme e infinitamente variada. Y lo más triste de todo: probablemente no van a encontrar a un Abelardo ni a una Eloísa, y morirán sin el menor alumbre del gozo aéreo, perfumado, juguetón y faunesco que tanto bien podría haberles hecho.
He dejado fuera de mi texto la preceptiva religiosa: esa añadiría otros complejos estratos a la reflexión. Pero pronto lo haré. Entretanto, amigas y amigos, diviértanse, y de ser posible háganlo sin que su gozo se emponzoñe con el insidioso veneno espiritual de la culpa.
Jacques Sagot es pianista y escritor.