En el conjunto de ritos de la misa, en cierto momento, el sacerdote que la preside se dirige a sus feligreses y los insta a “darse la paz”. Los asistentes al servicio se dirigen a quienes los rodean con un “gesto de paz” –un apretón de manos, un medio abrazo o una simple sonrisa–.
Esa “paz del Señor” es sagrada según nuestra fe, y presupone que toda paz es buena. Pero aquí en el planeta Tierra la paz no siempre es buena.
La paz de Versalles de 1919, que selló el fin de la Primera Guerra Mundial, fue una mala paz. Duró escasamente 20 años. Las condiciones que los vencedores les impusieron a los vencidos en el Tratado de Versalles hizo inevitable una nueva guerra –la Segunda Guerra Mundial– más cruenta que la primera.
La paz es la meta más añorada por la humanidad. Pero nadie puede terminar con la violencia terrestre o extraterrestre. Si lo que se busca con la paz es el fin perdurable de la violencia, esa ilusión siempre será fallida porque la violencia es parte consustancial de la vida.
En escasas ocasiones se puede lograr, por un tiempo, paliar la violencia después de un conflicto. Y, casi como un milagro, se puede llegar incluso a conquistar una paz duradera –aunque a menudo inestable– con gestos de generosidad casi sobrehumanos.
Grant y Lee. Dos seres humanos esclarecidos lograron esta hazaña después de una de las guerras más crueles de la historia. La guerra civil de Estados Unidos tuvo lugar entre 1861 y 1865. Los dos bandos enfrentados fueron las fuerzas de los estados del norte (la Unión) contra los recién formados Estados Confederados de América, integrados por once estados del sur que proclamaron su independencia.
La prioridad del entonces presidente Abraham Lincoln fue mantener a Estados Unidos como un solo país y liberar a los esclavos.
La escala de horror de esa guerra fue un portento de la carnicería que vendría en el siglo XX. La guerra de Secesión, como también se conoció, se propasó más allá de lo razonable en un conflicto. Aproximadamente el 75% de los hombres sureños y el 60% de los norteños sirvieron en las fuerzas armadas y más de un millón fueron muertos o heridos.
En 1864, el general Grant se batía implacablemente con las fuerzas del general Lee en Virginia. Pero para el 2 de abril de 1865, Lee se vio forzado a abandonar Richmond, capital de la Confederación. Una semana después se rindió y todas las demás fuerzas confederadas le siguieron poco después.
El historiador de Princeton, James McPherson, en su libro titulado Battle Cry of Freedom (El grito de guerra de la libertad) describe la capitulación de Robert E. Lee a Ulysses S. Grant en Appomattox, Virginia, así: “Los términos que Grant ofreció a Lee fueron generosos: los oficiales y sus hombres podían volver a su casa y no debían ser perturbados por autoridades norteamericanas en la medida que respetaran su libertad condicional y las leyes vigentes del lugar donde vivieran”.
Esta cláusula tuvo gran importancia porque garantizaba a los soldados del sur inmunidad procesal por traición.
Lee le pidió a Grant un favor. “En el ejército confederado”, le explicó Lee, “los hombres alistados en la caballería y la artillería eran dueños de sus caballos; ¿podrían conservarlos?”. Sí, respondió Grant: “Los soldados y oficiales que dijeran ser dueños de caballos podían llevárselos a su casa para plantar cultivos y poder sustentarse a sí mismos y a sus familias hasta fines del próximo invierno”.
Lee le agradeció: “Eso tendrá el mejor efecto posible en mis hombres (…) y hará mucho por conciliar a nuestro pueblo”.
Tras firmar los papeles respectivos, Grant le presentó su personal a Lee. Mientras le daba la mano al secretario militar de Grant, Ely Parker, un indio séneca, Lee observó por un momento los rasgos oscuros de Parker y dijo: “Me alegro de ver aquí a un verdadero americano”. Parker respondió: “Todos somos americanos”.
Una vez completa la capitulación, los dos generales, ambos visiblemente conmovidos, se pusieron de pie y partieron después del riguroso saludo militar. “Esto vivirá en la historia” comentó uno de los presentes. Grant, comandante de la Unión, parecía distraído de lo que sucedía a su alrededor.
Tras dar nacimiento a una nación reunificada, Grant experimentó la melancolía posterior al parto. “Me sentí triste y deprimido”, escribió Grant, “ante la caída de un enemigo que luchó durante tanto tiempo y con tanto valor y que sufrió tanto por su causa, aunque esa causa fuera, a mi parecer, una de las peores por las que un pueblo jamás luchará”.
A medida que la noticia de la capitulación se propagó por los campos de batalla, las baterías de guerra de la Unión comenzaron a disparar alegres salvas de artillería, hasta que Grant ordenó que cesaran. “La guerra ha acabado”, manifestó. “Los rebeldes son nuevamente nuestros compatriotas y la mejor señal de alegría tras la victoria será abstenerse de toda demostración”.
Para ayudar a reintegrar a sus antiguos enemigos a la Unión, Grant dispuso enviar raciones de comestibles para tres días para 25.000 hombres del otro bando: “Eso quizá ayude a aliviar el dolor anímico y físico de los soldados de Lee”.
En cambio, el Tratado de Paz de Versalles fue una mala paz. Apeló a los más bajos instintos del hombre. Con el ruinoso pago de reparaciones que se le impuso a Alemania, apeló a la codicia en lugar de a la justicia. Con la culpabilidad de guerra, apeló a la mentira y a la venganza en lugar de buscar la reconstrucción.
La guerra civil de Estados Unidos permitió que se solucionaran problemas no resueltos desde 1776: se consiguió abolir la esclavitud y reunir los diferentes estados en una sola nación indivisible. Se libró una cruel guerra, pero esta sirvió para llegar a la renuente conclusión de que existen algunas crisis que solo la guerra puede resolver.
Grant honró a sus adversarios derrotados y su presidente, Abraham Lincoln, procedió a reseñar su paz “sin mala intención para nadie y con caridad para todos”. Solo una guerra civil hubo porque la que se construyó fue una buena paz.
El autor es médico.