Con la breve sentencia que da título a este artículo, el tres veces presidente de la República don Ricardo Jiménez Oreamuno, profundo conocedor del alma nacional, solía señalar una de las formas que, con más frecuencia, adopta nuestra tradicional indolencia.
En efecto, todos hemos sido testigos de cómo un puente que se derrumba por falta de mantenimiento es sustituido por una tabla hasta que un lamentable accidente viene a poner de manifiesto que era necesario solucionar el problema desde el primer momento.
Voy a citar aquí dos ejemplos sucedidos en distintas etapas de nuestra historia, aunque estoy seguro que todos los lectores podrían citar muchos más.
En 1984, la Compañía Bananera de Costa Rica cerró sus operaciones en Golfito después de una prolongada huelga, mantenida empecinadamente por los sindicatos, que nunca creyeron que la empresa haría efectivo su anuncio de cerrar si no deponían el paro.
El ministro de la Presidencia en esa fecha, Danilo Jiménez Veiga, con el ánimo de mitigar “momentáneamente” las inmediatas consecuencias para la zona, creó, con carácter provisional, el Depósito Libre de Golfito, que sin duda se constituyó en competencia, a todas luces desleal, para el resto de los comerciantes, pero cuya sustitución por algo más adecuado, aún hoy, no se vislumbra, pues lo impiden los intereses creados alrededor del negocio.
Ejemplos históricos. De los relatos que nos han dejado los viajeros europeos que nos visitaron entre 1825 y 1863, reunidos en un tomo por el historiador Ricardo Fernández Guardia, bajo el título “Costa Rica en el siglo XIX”, encontramos que todos ellos, en diversas formas, externaron una crítica bastante favorable a nuestro país, pero, invariablemente, en sus relatos ponen de manifiesto las dificultades que les causaron la improvisación que nos ha acompañado desde los inicios de nuestra vida independiente.
Wilhelm Marr, alemán de Hamburgo, quien vivió en nuestro país entre 1854 y 1859, cuando Puntarenas tenía solo 1.200 habitantes, refiere una experiencia que, mutatis mutandis, podría reproducirse con exactitud en nuestro tiempo.
El acucioso alemán había importado unos fardos de unas zarazas inglesas, que esperaba vender a buen precio. Como por esa época aún no se había construido el muelle, la mercadería debía ser trasladada del barco a tierra firme en un bote de remos como, efectivamente, se hizo, pero los tripulantes, una vez embarrancada la lancha en la arena, se marcharon tranquilamente a sus casas. Intrigado el alemán por tan extraña conducta y temeroso de que la marea subiera y dañara su mercancía, preguntó al jefe de los boteros por qué no la habían descargado de inmediato. La explicación fue “que era tiempo de comer”, lo que a su juicio justificaba que la descarga se pospusiera hasta que ese sagrado ritual fuera debidamente cumplido.
El sufrido alemán, tras consignar en su crónica “que la indolencia del costarricense desespera a menudo a los extranjeros” agrega, algunos renglones más adelante, “que aquellas buenas gentes no habrían atrasado ni un minuto su frugal comida, aunque en la lancha vinieran todos los tesoros del mundo”. Afortunadamente, la marea se demoró y el alemán tuvo la suerte de salvar sus zarazas, que indudablemente corrieron un peligro injustificado, pues la operación de descargar el bote en el preciso momento de arribar a la playa, tan solo habría tomado unos pocos minutos.
Déficit fiscal. Actualmente, el problema fiscal preocupa a los economistas, que un día sí y otro también nos pronostican graves consecuencias si continuamos manteniendo una oxidada y gigantesca maquinaria estatal que beneficia solo a los funcionarios que medran a su amparo, pero que continuamente demandan mayores impuestos y han convertido a nuestro pequeño país en uno de las más caros de nuestro continente, y posiblemente del mundo.
Indudablemente, enderezar el rumbo por el que nos han llevado los políticos tradicionales desde hace más de medio siglo exige romper las barreras creadas por nuestra indolencia a lo largo del tiempo y el desmantelamiento de toda la costosa e inútil maraña institucional, producto de la demagogia de los politiqueros de oficio y su sustitución por un Estado más eficiente.
En Costa Rica, hay sin duda, cabezas capaces de concebir ese cambio, pero la solución, en definitiva, dependerá de que los que con tanta claridad han diagnosticado la raíz del problema y su solución estén dispuestos a aceptar la tarea y el país, a su vez, rompa con el inmovilismo que desde hace años nos mantiene paralizados y consienta en ponerse esas cabezas sobre sus hombros.
El autor es abogado.