Estoy en un lugar donde el carbono es atrapado de manera gentil por medio de hermosos árboles de poró que nutren el suelo hoja tras hoja, convirtiendo la tierra en una zona luminosa. Bajo ellos deambulan mis pensamientos y creo que mi mente, desde que estoy cerca de estos árboles, se ha domado ante su presencia, como se doma la arena con el agua. No es un asunto personal, así funcionan todas las mentes.
La mía, como la de cada quien, habita en un cuerpo con un cerebro y este, ahora en un espacio con grandes árboles, se deja influir por él.
Espacio con árboles y cuerpo son las metáforas que empleo para describir la importancia de los lugares como generadores de esa capacidad plástica que tiene el cerebro con la que poder adaptarnos y sobrevivir. Y es que un cuerpo es un territorio para funcionar, trabajar y cultivar como lo es la misma tierra. Músculos, órganos, tejidos, nervios, venas, neuronas, emociones y pensamientos en un solo sistema. Un cuerpo es también un topos que puede fijar el carbono como lo describe el ciclo de Calvin, o puede anularlo del todo y extinguir la vida en su totalidad.
Los libros. Igual pasa con los libros. Son lugares, territorios, zonas donde se reproducen y cultivan ideas, sean extraordinarias, anticuadas, perversas, demasiado buenas, legítimas, plagiadas, estereotipadas, o bien, generadoras de otras, simplemente creativas y gentiles, como el caso de sembrar y cuidar una arboleda donde se fija el carbono para la vida.
Las ideas expresadas por medio del lenguaje simbólico de las palabras, bien pueden capturar oxígeno y fijar carbono, esta vez llamémoslo carbono ideológico y emocional, siguiendo la metáfora inicial, o, por el contrario, pueden colapsar, infartar y liquidar el carbono necesario para que crezca una mente y con ella toda una cultura.
Saber en qué terreno detener la atención de la lectura, en cuál libro como espacio físico se permanece y se reedita la vida, es el resultado de esa estética de la existencia que llega cuando la educación formal y no formal, visible e invisible de cada uno logra empezar a fijar su propio carbono.
Leer basura, leer literatura chatarra vencida en su propia creación hace mentes planas y obstruidas. Mentes saturadas de lo más leído, de lo más mercadeado y lo más ratingeado a punta de campañas y ofertas cada día más obsolescentes.
Libros con ideas poliinsaturadas que obstruyen los canales del aprendizaje, la memoria y la creación pueblan las vitrinas y los muros de los medios.
Separar la paja del grano. Lecturas que infartan los pensamientos, muy lejanas a la necesaria construcción de la identidad personal y social, congestionan las ferias. Libros como vampiritos que chupan las mentes abundan. Libros para pequeños hombrecitos, parafraseando a Willhelm Reich, que vanaglorian las vanas glorias, son facilitos de leer, facilitos de olvidar y facilitos de imprimir. No se trata de ser purista. Se trata de saber separar la paja del grano. Todos hemos leído pasquines, revistas del corazón e historietas. Todos hemos leído a Coelho alguna vez. Todos hemos ojeado algún libro de autoayuda, algún manual para ser requetefeliz y reencarnar en el intento. Todos hemos dicho “hoy quiero entretenerme. Hoy quiero anestesiarme”.
Se trata de saber que no toda la literatura ofertada fija el carbono. La que cumple con el ciclo de Calvin escasea porque necesita espacio y tiempo, además de un territorio para ser creada de manera única.
Los insto a ver los empaques, las etiquetas de los libros, su caducidad. Como siempre lo llamativo no es sinónimo de calidad y lo gentil tampoco es sinónimo de atractivo, y más si se trata del pensamiento.
Incomodando, provocando, estimulando, creando, emocionando, es así como se fija el carbono de la literatura en su lugar de origen: la mente. Los que buscan la encuentran.
La autora es escritora y filósofa.