Mientras Andrés Sepúlveda terminaba de triturar sus documentos, confesando haber estado a la cabeza de seis hackers que robaban estrategias de campaña, manipulaban redes para crear falsos entusiasmos y escarnios públicos, además de espiar a los opositores o a la competencia, aparecen los Papeles de Panamá con toda la red de evasores esparcida por este mundo de un Dios que pareciera no existe.
Un entramado que ha sido casi legal para muchos y que desnuda la cruda realidad de la avaricia moderna.
Nuevos modelos de cerebros humanos cada vez más lejanos a la ética asaltan la pantalla de la vida para ejemplificar que más les vale el dinero acumulado que el uso de los impuestos para programas sociales o salvar la vida de miles por sus propios Estados o, más aún, seguir encubriendo dineros para la compra de armas de destrucción masiva.
¿Qué esta pasando con nuestro cerebro para que ya no sienta compasión ni asco a la hora de montar una campaña difamatoria o mentir sobre los bienes? ¿Dónde queda el valor del cuidado de sus semejantes como valor natural ante la vida y dónde la protección por los débiles o la lucha honesta por la justicia?
Mucho tiempo ha pasado desde que Aristóteles y el filósofo chino Mengzi defendieran que el hombre es bueno por naturaleza, y debe, por lo tanto, desarrollar una conducta razonable y recta. Para Mengzi, hay sentimientos naturales o tendencias inherentes al ser humano: compasión, vergüenza, respeto y modestia y el sentimiento de lo que está bien y mal.
Dichos sentimientos o valores han sido comprobados por los neurocientíficos como más válidos para las personas que las mismas reglas sociales o religiosas que eventualmente pueden cambiar. Existen y por lo tanto nuestro cerebro no es ayuno de lo moral.
El asunto preocupante es saber cuánto tiempo de moldeo cerebral o educativo se necesita para que estos pilares permanezcan, a pesar de las tendencias a la autosatisfacción, donde llueven las ofertas para la oxitocina y el cinismo.
A pesar de la manipulación de la información, que hoy circula por las redes, teje ficciones sin firma y sin tregua, haciéndonos tomar constantes decisiones estimuladas más por la percepción que por la filosofía, en una saturación electiva nunca antes hecha.
El ser humano es por naturaleza bueno, seguimos repitiendo, pero junto a esta condición también es plástico, moldeable, formable y degradable, y así sus construcciones y sus teatros.
Grandes actores llegan a escena estos días de la mano de un nuevo demiurgo: el dinero. Grandes imitadores que traerán consigo a otros imitadores y estos a otros que me hacen recordar a los antiguos magos con su barita mágica y el encantamiento de la pequeña estafa, la primera que toleramos todos: la mentira.
Un cerebro imitador va ganando la partida frente a la gran pantalla.
La autora es escritora y filósofa.