Más que el centinela agranda la aurora, así pide Benedicto XVI afrontar con valentía y lucidez el 2012. Centra su mensaje para la XIV Jornada Mundial de la Paz en la importancia de “educar a los jóvenes en la justicia y la paz”. Cada nuevo año es un don de Dios a la humanidad que pide crecer en fe y esperanza, porque el Señor de la historia trae consigo luz, misericordia y sabiduría.
Invita a afrontar con confianza la crisis cultural y antropológica que pesa sobre el mundo del trabajo y de la economía. Los jóvenes – centinelas llenos de entusiasmo e ideales, cuyos corazones no cesan de esperar – son quienes pueden ofrecer al mundo una nueva esperanza para “edificar una sociedad con un rostro más humano y solidario”.
La educación de la juventud es la clave para lograr esta meta. Educar es “conducir fuera de sí” para introducir en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer como personas. Este proceso se nutre del “encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven”: requiere la responsabilidad del discípulo abierto al conocimiento de la realidad, y la del educador dispuesto a darse a sí mismo.
La juventud no necesita “dispensadores” de información. Solo le atraen los testigos auténticos capaces de “ver más lejos que los demás” y que “viven el camino” que proponen. Mirar “con fundada esperanza el futuro” es la verdadera tarea de formación que compete a los padres de familia y a todos los responsables en los ámbitos de la vida política, económica, cultural y de la comunicación (n. 1).
La familia. Los padres son los primeros educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. Es en la familia donde se aprenden a vivir los valores humanos y cristianos. Es allí donde la solidaridad entre generaciones, el respeto a las reglas, el perdón y la acogida del otro se hacen vida. Para lograr esto se requiere la presencia de los padres que permite a los hijos compartir el camino con ellos, las experiencias y el cúmulo de certezas que se adquieren con los años.
Las instituciones educativas han de velar para que se respete y se valore la dignidad de la persona y para que cada joven descubra su vocación. Deben asegurar a los padres una formación que no contraste con su conciencia y principios religiosos. El ambiente educativo de diálogo, de cohesión y de escucha juega un papel primordial como lugar de “apertura” al otro y a lo trascendente: un ámbito “que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la comprensión por el prójimo”.
Los responsables políticos han de ayudar a las familias e instituciones educativas a ejercer su derecho-deber de educar: que las familias puedan “elegir libremente las estructuras educativas que consideren más idóneas para el bien de sus hijos”; que presten una “ayuda adecuada a la maternidad y a la paternidad”; que ofrezcan a la juventud “una imagen límpida de la política, como verdadero servicio al bien de todos”.
Los medios de comunicación no solo han de informar sino formar el espíritu de sus destinatarios; han de tomar conciencia de la estrecha relación que existe entre educación y comunicación porque la educación se produce mediante la comunicación. Los jóvenes son los protagonistas de su propia formación en la justicia y la paz; han de “tener el valor de vivir” lo que piden a quienes están en su entorno; han de “usar bien y conscientemente la libertad” (n. 2).
Educar en la verdad y en la libertad. Benedicto XVI lanza a los educadores la pregunta de San Agustín: “¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad?”. El “rostro humano de una sociedad” depende mucho de que la educación mantenga viva esta cuestión insoslayable. Ha de perseguir la formación integral de la persona: su dimensión moral y espiritual con vistas a su fin último y al bien de la sociedad. Pero, para educar en la verdad, es necesario saber “quién es la persona humana, conocer su naturaleza”. Magistralmente la define Benedicto XVI: “es un ser que alberga en su corazón una sed de infinito, una sed de verdad –no parcial sino capaz de explicar el sentido de la vida– porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.
Así, pues, reconocer con gratitud la vida como un don inestimable lleva a descubrir la propia dignidad profunda y la inviolabilidad de toda persona. Por eso, la primera educación consiste en aprender a reconocer en el hombre la imagen del Creador y, por consiguiente, a tener un profundo respeto por todo ser humano y ayudar a los otros a llevar una vida conforme a esta altísima dignidad” (n. 3).