MADRID – Las recriminaciones sobre las actividades de espionaje de Estados Unidos (EE. UU.), desencadenadas tras las revelaciones del exconsultor de la Agencia Nacional de Seguridad americana, Edward J. Snowden, han llegado a su punto álgido. Abundan las preguntas sobre lo que el presidente Barack Obama sabía y cuándo lo supo, la legitimidad de las escuchas de las conversaciones amistosas de líderes extranjeros, el futuro de las relaciones transatlánticas, e incluso sobre el significado del término “aliado”.
Pero la tormenta actual, al igual que otras recientes crisis diplomáticas de EE. UU., refleja un problema más profundo: la falta de visión estratégica de la política exterior americana. Mientras EE. UU. no establezca un marco omnicomprensivo de finalidad clara a través del cual relacionarse con el mundo, un enfoque reactivo es inevitable e incidentes de alta intensidad, como los acaecidos recientemente, seguirán siendo la norma.
Durante más de 40 años, la política de contención de la influencia soviética desarrollada durante la Guerra Fría proporcionó a América un marco estratégico. Pese a que las distintas Administraciones estadounidenses debatieron y variaron sus tácticas, el enfoque general se mantuvo coherente, ampliamente apoyado por republicanos y demócratas por igual. Una estrategia de seguridad nacional global no evitó problemas ni tampoco desastres en países que van desde Vietnam a Nicaragua, pero, en perspectiva, la estrategia anticomunista estableció un orden y una organización en la política exterior de EE. UU. ausentes en la actualidad.
Tras la caída del Muro de Berlín, la razón de ser de la estrategia de contención del comunismo desapareció. EE. UU., embriagado por la victoria, vio en el triunfo sobre el bloque soviético otra señal de su excepcionalismo, y el espejismo de que su éxito en la Guerra Fría era en sí mismo una estrategia sumió a EE. UU. en un estado de ensimismamiento.
Lo que siguió fue una década de política exterior sin brújula, marcada por destacados casos de inacción, junto con iniciativas específicas que carecían de toda referencia a una doctrina más amplia. Imbatible en el momento unipolar del mundo, EE. UU. se permitió el lujo de carecer de objetivos estratégicos.
Impactado por los ataques del 11 de septiembre, EE. UU. forzó un nuevo marco estratégico sobre la todavía no cuestionada creencia en la inexorable marcha de la historia hacia la libertad. El resultado no fue sino un planteamiento esencialmente lastrado porque, al declarar una “guerra contra el terror”, EE. UU. se posicionó en contra de una táctica, no de una entidad o una ideología.
Bajo la administración de Obama, EE. UU. ha iniciado un distanciamiento de este enfoque sin definir, sin embargo, un destino claro. Al igual que en la década de los 90, EE. UU. carece de imperativo organizativo y el resultado es el mismo: una combinación de inactividad e iniciativas incoherentes. Además, en este momento de polarización política interna, la falta de una estrategia global supone la inexistencia de un aglutinador potencial de demócratas y republicanos.
Hace dos décadas, las condiciones geopolíticas entonces existentes limitaban las consecuencias negativas del vacío de la política exterior de EE. UU. Hoy en día, EE.UU. sigue siendo el poder esencial del mundo, pero ya no es el poder global exclusivo. No puede resolver los problemas que le afectan directamente actuando en solitario; sin embargo, su liderazgo sigue siendo indispensable.
Además, es preciso tener en cuenta que la naturaleza de los retos que enfrentamos también ha cambiado. EE. UU., al igual que el resto de nosotros, es vulnerable al cambio climático, las pandemias y el terrorismo –desafíos que requieren soluciones globales coordinadas–. Para EE. UU., sin embargo, la utilidad del multilateralismo es puramente circunstancial. Para EE. UU., el multilateralismo nunca es preferible a una “buena” solución bilateral, y este planteamiento refuerza un comportamiento que socava, en lugar de fortalecer, la capacidad de acción internacional efectiva.
De hecho, EE. UU., siempre dispuesto a negociar tratados, pero rara vez preparado para firmarlos –e incluso menos dispuesto a ratificarlos–, está ausente de acuerdos globales claves como el Protocolo de Kyoto, la Convención sobre la Prohibición de Minas Antipersonales y la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Su inspiración creadora y el apoyo que dio a instituciones formales, como las Naciones Unidas y el Banco Mundial, ha dado paso a una predilección por grupos débiles, informales y ad hoc, tales como los diversos “G” y las coaliciones de voluntarios.
El establecimiento de un multilateralismo eficaz requiere marcar énfasis en las normas e instituciones que facilitan la coordinación. La reciente decisión de EE. UU. de firmar el Tratado sobre el Comercio de Armas podría ser un buen comienzo –aunque para ello es necesario que el Congreso reúna el apoyo bipartidista indispensable para ratificarlo–.
En este contexto, movimientos dispersos –aunque vayan en la dirección correcta– no serán suficientes. Lo que realmente se necesita es un cambio de visión, de mentalidad, un giro para pasar de ver el multilateralismo como una táctica a suscribirlos como un imperativo estratégico.
El escándalo actual del espionaje por parte de EE. UU. es el producto de una política exterior a la deriva, centrada en definir objetivos tácticos sin el marco conceptual de una visión integral. El resultado ha sido el daño a las relaciones transatlánticas. En Europa algunos, incluso, piden que se ponga fin a las negociaciones sobre el proyecto de Alianza Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés).
Suspender las negociaciones comerciales sería una locura no solo por el impacto regional, sino también porque el TTIP debe ser un ejercicio de elaboración de normas con vocación de impacto mundial. Así, la actual crisis diplomática es también una oportunidad para garantizar que los debates transatlánticos sobre privacidad y seguridad se constituyan en base de un marco multilateral. El éxito de esta iniciativa supondría una contribución limitada, pero no por ello menos significativa, a la visión estratégica inexistente en el último cuarto de siglo.
Ana Palacio, exministra de Asuntos Exteriores de España y ex vicepresidenta primera del Banco Mundial, es miembro del Consejo de Estado de España. © Project Syndicate.