El fin de la Guerra Fría fue recibido con gran regocijo y optimismo, con la excepción del Partido Comunista de la Unión Soviética y sus satélites. Para el profesor de Harvard Samuel P. Huntington, “el mundo estaba siendo reconfigurado por una economía global que asocia la apertura política con el crecimiento económico”.
Para este famoso historiador, “el reto del mundo” era asegurar que aquella era de paz y prosperidad continuara “por muchos años después del final de la Guerra Fría”. Para Putin, la caída de la Unión Soviética fue “la catástrofe geopolítica más grande del siglo”.
Un hecho importante, que es el porqué de este ensayo, estuvo cerca de alterar el rumbo de la historia. Durante los años de la Guerra Fría, el ser humano vivía con el temor de quedar vivo después de un intercambio nuclear, pero pocos conocen que un evento trascendental pudo haber prolongado indefinidamente la Guerra Fría: una condición interminable de no guerra, no paz.
El fin de este conflicto no fue el resultado de una épica derrota militar de la Unión Soviética. El establecimiento político soviético simplemente implosionó. Su clase política probó ser incapaz de competir ventajosamente con el capitalismo de occidente.
Su esclerótica economía fue incapaz de vencer su adicción al petróleo. En un momento dado, del total del monto de las exportaciones de la Unión Soviética, el petróleo pasó del 10% al 40%. Pero para principios de la década de los 80, el precio de petróleo comenzó a disminuir.
Conspiración. Ante esta situación, Mijaíl Gorbachov comenzó a hacer préstamos en el extranjero, para financiar el consumo y los subsidios y así mantener la popularidad y la estabilidad del régimen. Pero llegó el momento en que los países bálticos declararon su independencia y la mayoría del resto de los Estados soviéticos se manifestaron contra el socialismo. El régimen se resquebrajaba.
Gorbachov trató de preservar el sistema por medio de un tratado que convertiría la URSS en una Federación de Estados Autónomos. Pero ese tratado significaría el fin de la URSS, y para el jefe de la KGB, Vladimir A. Kryuchkov, eso no podía ser tolerado y conspiró para dar un golpe de Estado.
Convocó a cinco de los más altos oficiales de la nomenclatura soviética a una reunión ultrasecreta para la mañana del sábado 17 de agosto de 1991 que se llegaría a conocer, con los años, como el “complot del baño público”. El jefe de la KGB consideró ese lugar como el más seguro de Moscú.
Cubiertos con toallas a media mañana en el cuarto de baño y enfriándose con vodka y scotch, la media docena de complotistas comunistas esbozaron su plan para salvar el comunismo mundial.
Acordaron que el débil presidente soviético y jefe del Partido Comunista, Gorbachov, tenía que irse. También había que hacer “algo” para silenciar a Boris Yeltsin, el recién elegido presidente de la República de Rusia, en ese momento el hombre más popular del país.
Un grupo de conspiradores volaría a Crimea, donde Gorbachov vacacionaba, con la meta de forzarlo a abandonar el tratado o a renunciar. Si se resistía, un regimiento de tropas de la KGB lo tomaría preso indefinidamente en su villa. Los otros permanecerían en Moscú listos para tomar el poder y utilizar la fuerza si eran desafiados.
Levantaron una lista de 200 personas que serían inmediatamente arrestadas, la primera de las cuales sería Yeltsin. La prisión de Lefortovo fue evacuada para hacer campo para los nuevos prisioneros.
Golpe fallido. En la madrugada del 19 de agosto, los moscovitas se despertaron con el anuncio en la radio y la TV de que un comité de emergencia se había establecido para gobernar el país.
El golpe fue un fracaso desde su inicio. En Crimea, Gorbachov rehusó renunciar y, desafiante, insistió que firmaría el tratado que creaba la federación. Mientras tanto, en un reducido sector de Moscú, en los alrededores de la Casa Blanca, centro del Parlamento ruso, el drama se extendió por varias horas.
Grandes conglomerados de manifestantes colmaron los alrededores del Parlamento y se manifestaron contra el golpe. Los soldados rehusaron disparar contra ellos y los torpes golpistas no lograron arrestar a ninguna de las 200 personas de la lista que habían preparado.
Los conspiradores no previeron que era de crítica importancia evitar que la conmovedora escena que se estaba desplegando alrededor del Parlamento fuera transmitida por televisión.
Dramáticas tomas destacaban la figura de Yeltsin, heroico y vigoroso, montado en un tanque y que, con el evidente respaldo de los soldados, leía su desafiante mensaje denunciando a los golpistas.
De la noche a la mañana, había surgido un gran líder ruso que se convertía en el principal ejecutor del Partido Comunista, el hombre más poderoso del país y una figura política de calibre mundial.
Ninguno de los complotistas soñó que su golpe desataría lo que más temían, la desaparición de la URSS. Menos de una semana después, dos de sus líderes se suicidaron, los otros estaban en la cárcel y el Partido Comunista que trataron de salvar fue prohibido.
Extinción. Pero como ocurre con frecuencia en la historia de la humanidad, el segundo país más poderoso de la Tierra, literalmente, dejó de existir por un azar del destino. En un momento crítico de la URSS, Gorbachov no probó ser el líder que el movimiento comunista mundial necesitaba para sobrevivir.
Sumido en las entrañas del Kremlin, un hombre enfermo sí sabía cómo rescatar la nave que se hundía. En 1967, Yuri Andropov fue nombrado director de la KGB obteniendo poderes adicionales en 1973, cuando fue ascendido a miembro de pleno derecho del Politburó.
Hace unos años, tuve el extraordinario privilegio de tener dos largas conversaciones con uno de los principales asistentes de Andropov en casa de un amigo común. “K” era un hombre de unos 60 años, hablaba español sin ningún acento, era un cosmopolita con un amplio conocimiento de la historia, circunspecto, con mirada penetrante y evidentemente sagaz. Nos habló de Andropov con singular admiración y hasta con el afecto que uno siente por quien conoce bien.
Andropov tenía claro que había que liberalizar la ineficiente economía soviética por medio de “proseguir el camino capitalista”. Pero hasta ahí llegaba su reforma. Un control político monolítico sería siempre ejercido por el Partido Comunista para garantizar la estabilidad. Lo que hacía ejecutable su plan era que Andropov no tenía reservaciones de capturar o ejecutar a quienes se le opusiera.
Andropov tuvo solo un año para ejercer su poder y dejar su marca en la historia de su país y del mundo. Murió a la edad de 69 por insuficiencia renal.
Nuestro amigo “K” no pudo, o no quiso, explicarnos por qué no fue sometido a un trasplante renal que le hubiera permitido una expectativa de vida igual a la de Deng Xiaoping, el padre de la nueva China, que logró lo que Andropov no tuvo tiempo de hacer. Así lo quiso el destino.
Si Andropov hubiera salvado la economía de la Unión Soviética, pero con su bagaje ideológico totalitario intacto, se habría extendido la Guerra Fría indefinidamente. ¿Habría sido esta resolución mejor para el mundo?, pregunté a nuestro amigo soviético. “No”, respondió. Su respuesta indicaba que en medio de la gran crisis de este poderoso país totalitario había gente racional en la nomenclatura, que favorecía una salida democrática.
El autor es médico.