Yo, santa Lucía, virgen y mártir, cuyos ojos me quitaron y mi cabeza arrancaron en el año del Señor 304, me dirijo hoy a ti, Óscar López, diputado y motivador, según rezan tus credenciales.
Bien sabes tú que mi nombre hace referencia a la luz, y soy la patrona de los ciegos, los sastres, las modistas y las costureras. “Que santa Lucía te conserve la vista”. Así suele la gente invocar mi nombre cuando les desea el bien a quienes, por razones de su trabajo, deben emplear constantemente los ojos.
Profundo dolor. Me duele profundamente, como a cualquiera de buen corazón, que la naturaleza te haya privado de la visión. A mí, en cambio, como todos lo saben, me torturaron y arrebataron los ojos por orden del procónsul Pascasio, en medio de la espantosa persecución emprendida por Diocleciano, emperador de Roma, contra los cristianos. Lo hicieron por mi fe indoblegable en Jesucristo.
Comprendo perfectamente que ahí, en la Tierra, luego de la brutalidad de que fui objeto, todos recurran a mí cuando de la visión física se trata. Pero hay unos ojos más importantes que los de la carne: los del espíritu, los del intelecto, los del alma. Te seré muy sincera: no sabes cuánto me extraña que los muchísimos fieles de la Iglesia católica, la ortodoxa y la luterana, que tanto me veneran, no pidan mi ayuda para este otro tipo de visión.
En la misma sintonía. En fin, tú me entiendes muy bien. Estamos en la misma sintonía. Y es que sé, mediante la Internet, que, hace tiempo, publicaste el libro Con los ojos del alma. Solo el título me revela que estamos en total acuerdo.
Espero no equivocarme y, además, pido encarecidamente tu comprensión, pues estoy tan ocupada, tan abrumada, con tantas y tantas plegarias, que no pienso leerlo. Perdóname.
Y es aquí adonde quiero llegar. Me refiero a tus reiteradas conductas, a años luz de la vista corporal, pero totalmente vinculadas con tus “ojos del alma”, que es lo más trascendental.
Soy santa y, también, mujer, y por eso, precisamente, mi instinto maternal me lleva a tratarte con supremo cariño, como si fueras mi hijo. Por cierto, no quiero meterme en ese lío inmenso que os traéis, ahí abajo, sobre si la maternidad es algo natural o una convención social. No. Ni tampoco sobre los supuestos estereotipos: el rosa para las mujeres, el azul para los hombres, las muñecas para las niñas, las pistolas para los niños. No. Simplemente, estoy aquí para aconsejarte con toda la dulzura y amor de que soy capaz.
¡Qué ocurrencia! Óscar, mi querido Óscar, ¡cómo se te ocurre poner en las redes sociales una fotografía tuya con la leyenda: “Me siento entumido de frío, con dolor de huesos y un poco de calentura. ¿Cómo se cura esto?”. (Óscar: no preguntes a la gente, ahí están las pastillas y los médicos).
Hijo mío, eres diputado en tu país. Ocupas un puesto político importante, muy importante, aunque la Asamblea Legislativa de Costa Rica esté absolutamente desprestigiada, uno de los motivos de gran crispación de sus ciudadanos. Además, eres el primer parlamentario ciego de Latinoamérica, un hito que te ennoblece y prestigia, lo cual, supongo, mucho te halaga, y con toda razón.
Hijito querido, déjame hablarte de esa foto tuya. ¡Por Dios, Óscar, es horrenda, es denigrante! Apareces tumbado, derruido, sobre un sillón aparentemente de cuero –no sé si es de tu casa o de tu oficina en el Congreso–, con un traje café oscuro –menos mal que no te pusiste ese blanco, típico tuyo, con camisa azul y botines–, pero lo más terrible es la posición de tu cuerpo.
Hijo, tu posición corporal es decúbito prono, fetal, indefensa, tan triste que, al verla, brotan espontáneamente las lágrimas. La he contemplado varias veces y he llorado amargamente. Créeme.
Osquítar, pido al Altísimo que esa foto tuya no traspase las fronteras de tu país, porque vas a dejar a Costa Rica en una situación y en un hazmerreír deplorables, espeluznantes.
Una barbaridad. Óscar, mi amadísimo Óscar, te quiero con toda mi alma, pero mucho me perturba que, además de esta barbaridad –al pan, pan, y al vino, vino–, hayas cometido otras que te dejan muy malparado y, también, a tu país.
Hijito, ¡cómo olvidar cuando, hace poco, en las redes sociales pediste asesoramiento sobre si te verías mejor con bigotito o sin él, y ofreciste rifar una pantalla plana entre quienes respondieran! “En razón de mi discapacidad, no puedo verme al espejo y decidir qué me luce más. Alguna gente me dice que mejor totalmente rasurado, pero otras personas me dicen que luzco bien con chivilla y bigotillo. Aconséjeme usted”. Eso dijiste.
Óscar, amado mío, mientras tu país se cae a pedazos, tú te preocupas de esas minucias. Eso es enormemente grave, Osquítar. No soy psicóloga, sino santa, virgen y mártir –que no es poco–, pero noto en ti un proceso de involución, de regresión, de infantilismo alarmante.
Como si, de verdad, fuera tu madre, seré muy clara contigo: tus actitudes me recuerdan las de Nicolás Maduro. Y, aunque tentada estoy a ello, no quiero extenderme en varios “problemitas” –nota el eufemismo– en los que la prensa, con pruebas a la vista, te ha involucrado.
No jodas más al país. Por favor, Óscar, no jodas más a tu país. Eso de “jodas” es muy poco dulce, elegante y femenino, pero, a veces, las madres, o quienes así nos sentimos, debemos recurrir a un lenguaje brusco e impactante para ver si nos hacen caso.
Me he atrevido a dirigirte estas líneas, gracias a la bondad de este periódico, que, hace algún tiempo, publicó una carta de san Pedro a Justo Orozco (¿lo conoces?). Pareciera que La Nación mantiene buenas relaciones con quienes estamos aquí arriba, en en la corte celestial.
Queridísimo Óscar, hijo mío, medita, cambia y ayuda a tu país. Eso es todo lo que puedo decirte, y pido, en mi calidad de madre putativa. A pesar de los pesares, confío en ti. Amén.
El autor es filósofo.