Por muchos años hemos operado bajo un esquema donde las carreteras del país son de uso gratuito. El gobierno las construyó y les da mantenimiento, en general débil. El pago de la deuda que se ha asumido por ellas se hace vía impuestos. Pero el alto déficit fiscal y el elevado endeudamiento público han hecho difícil que el país continúe utilizando ese mecanismo. Fue así como nació el interés por la figura de la concesión de obra pública con servicios y, en un distante segundo lugar, porque es muy pobre, la del fideicomiso con similar propósito, figuras a las que de manera genérica se les denomina alianzas público-privadas (APP).
Los proyectos bajo APP los financian actores privados, no el presupuesto nacional. Usualmente, son emprendidos por empresas que aportan conocimiento especializado ( know-how ) del que no se dispone o es escaso en el medio. Su costo lo pagan los usuarios, vía tarifas, no los contribuyentes vía impuestos. Como procede con cualquier elección, para decidir si a un país le conviene adoptar un esquema de APP, es preciso asegurarse de que él constituye la forma más económica de emprender la respectiva actividad. O sea, hay que demostrar que ella es la figura que “más jugo le saca al dinero” que al propósito se dedica.
El método más utilizado para evaluar la bondad de diversas opciones en el campo que nos ocupa es el que internacionalmente se conoce como Value for Money-Public Sector Comparator (VfM-PSC), que básicamente consiste en comparar el costo traído a valor presente de un proyecto sometido a APP versus su costo presente si se emprendiera utilizando el mecanismo tradicional, o sea, que el gobierno lo financie y contrate competitivamente su construcción y mantenimiento con terceros. Veamos someramente la aplicación de lo anterior a un caso concreto.
San José-San Ramón. Se ha dicho que los trabajos de ampliación y mejora de la carretera San José-San Ramón, un proyecto relativamente sencillo cuya longitud no sobrepasa los 60 km, podrían costar $540 millones. Si el uso de ella fuera gratuito para los usuarios, el gobierno podría financiar su costo con un préstamo de un ente multilateral (por ej., BID), a 30 años, a una tasa que podría rondar el 6% anual máximo, por lo que debería pagar mensualmente (intereses y amortización) unos $3,2 millones; o sea, unos $107.000 diarios. Si ese costo hubiera que imputarlo a los vehículos que diariamente usan la carretera, que según informan fuentes autorizadas son unos 100.000 en uno y otro sentido, la “tarifa sombra” sería de aproximadamente $1,07 por viaje de ida y vuelta.
Si, como conviene, también se contrata un eficaz mantenimiento periódico de la vía, y este costara un 10% de lo que la obra, la “tarifa sombra” se elevaría a $1,18. (Se le denomina tarifa sombra porque es la que operaría si se cobrara a los usuarios, aunque tal no sea el caso).
Comparemos esa opción con la de someter a APP la construcción, mantenimiento y administración de la misma carretera, y aceptando que funcionará con peaje.
Esta carretera aparejaría los costos usuales de construcción y mantenimiento, pero, además, exige la construcción de casetas de peaje y, sobre todo, su administración requiere contar personal de cobro, que mantenga registros de tráfico, financiero-contables y hasta un equipo gerencial y de inspectores. Esto impone a la figura de APP costos que no operan para la vía gratuita.
El otro factor que suele encarecer las APP es el relativo al costo de capital del proyecto (i.e., costo ponderado de la rentabilidad ajustada por riesgo que demandan los accionistas y sus acreedores), el cual suele ser significativamente superior a la tasa de interés que opera para el endeudamiento del gobierno.
El factor riesgo está influido, entre otras, por consideraciones sobre el marco regulatorio del país, madurez operacional, capacidad pública para planear y supervisar APP y clima de inversiones.
Cuando eso no luce muy sólido, la prima de riesgo se torna alta. Si, por ejemplo, el costo ponderado de capital para el proyecto concesionado fuera del 14% anual (en vez del 6% del ejercicio anterior), el pago diario por amortización e intereses ascendería a $213.300; es decir, dos veces los $107.000 que operan para el esquema tradicional de financiamiento.
Más caras. Lo anterior sugiere que las carreteras a peaje constituyen la mejor alternativa si y solo si son de gran longitud, técnicamente complejas, de muchos carriles (todo lo cual las hace caras), de mucho tráfico y que operan con relativamente pocos accesos. Sin embargo, en algunos casos, esto último podría atentar contra su utilidad social, que pareciera aumentar conforme más accesos y salidas tengan. Más accesos aparejan más costos de administración y, en algunos casos, podrían hacer demasiado cara la opción de APP, como puede confirmar Perogrullo cuando sostiene que sería antieconómico concesionar el paseo Colón, en San José, y cobrar peajes en cada una de las calles que lo atraviesan.
De fuente oficial hemos escuchado que, de ejecutarse la ampliación y mejora de la carretera San José-San Ramón bajo la figura del fideicomiso Conavi-MOPT-BCR que estableció la Ley 9292, la tarifa promedio para un viaje ida y vuelta podría ser superior a los ¢4.000 (unos $7 al tipo de cambio actual). Compárese ella con la “tarifa sombra” de $1,18 que indicamos arriba.
Para complicar más el asunto, el ministro del MOPT considera que una tarifa superior a los ¢4.000 podría requerir alguna dosis de subsidio estatal. Si, por ejemplo, el gobierno se hiciera cargo de una quinta parte o más de ella, tendría el presupuesto nacional que soportar, por 30 años, una carga financiera superior al servicio de la deuda de $540 millones que antes indicamos… y los usuarios siempre apechugar con la diferencia. ¡Un claro contrasentido!
Carreteras bien concebidas aceleran el crecimiento económico del país en su etapa constructiva, pero, sobre todo (por los cuellos de botella y otras limitaciones que eliminan), cuando entran en uso pleno. Ese crecimiento extra puede, entre otros, aportar los ingresos tributarios necesarios para su pago. Y, para cumplir con el desiderátum de que la inversión pública favorezca a todos los contribuyentes, al definir los orígenes y destinos de ellas procede tener en cuenta también criterios de equidad.
Obras mayores. “Mata el alacrán abuelita / mátalo con una escopeta”. “No, mijita, eso es solo una canción. Mejor usar la escoba”. La figura de APP no constituye la mejor alternativa para obras pequeñas. Ella ha de reservarse para proyectos de infraestructura complejos, en áreas en que no se disponga de suficiente experticia local y que aparejen altos costos que sobrepasan la capacidad de endeudamiento del sector público. Los proyectos sencillos mejor se emprenden por la vía que en este ejercicio –eminentemente teórico y cuyo propósito es llamar a la reflexión, en particular de las autoridades económicas– hemos denominado tradicional.
Si (en vista de que a la fecha se han perdido demasiado tiempo y recursos financieros, y que la paciencia ciudadana está por agotarse) se llegara pronto a emprender el proyecto vial San José-San Ramón conforme lo dispone la Ley 9292, y la tarifa ida y vuelta resultara ser superior a los ¢4.000, pues que así sea, pero que al menos se extraigan moralejas perdurables de política pública si ello constituyera, como parece, una elección subóptima.
El autor es economista.