Fue el tercer sábado de febrero. El ciclo lectivo en las escuelas y colegios del país había arrancado poco antes, pero ellas no figuraban en ninguna lista de asistencia.
Hacía años que no tenían matrícula, que no abrían un libro, que no estrenaban cuaderno, y a nadie parecía importarle… habían dejado de ir a clases en la adolescencia, pero ni entonces sus pupitres vacíos llamaron la atención lo suficiente. Ahora que eran “grandes”, su derecho a la educación parecía ser un asunto del pasado. Era fácil mirar hacia otra parte.
Pero, debajo de capas y capas de maquillaje, sepultadas por la necesidad de ganarse la vida –vaya paradoja–, arriesgando la vida… su capacidad y sus ganas de aprender estaban intactas. Así, las conocí.
A Naty, quien piensa a la velocidad de la luz y es igual de buena para dibujar que para resolver ecuaciones; a Sacha, experta en desentrañar metáforas; a dos Alondras, una que ya alzó vuelo y otra que sigue dando guerra; a Megan, que, todavía, no se llamaba así; a Pamela, a Kerlyn, a Antonella.
A todas me las presentó Dayana Hernández. Ella, una líder nata, tuvo que perderlo todo para perder el miedo, y cuando le quedó solo un hilo de voz, respiró hasta llenarse los pulmones y comenzó a hablar, a reclamar, a tocar puertas, a convocar reuniones, a asistir a citas, a capacitarse, a marchar, a manifestarse, a hacer fila, a gritar… y así, a pie y a pulso, logró escribir su nombre, con mayúscula, entre los de los activistas por los derechos humanos del país. Su nombre y el de Transvida.
Primeros triunfos. Yo no tenía, y sigo sin tener, ninguna especialidad en género o en sociología. No tenía tampoco, por suerte, prejuicios.
Contaba con años de experiencia en docencia y comunicación, y con la certeza de que el conocimiento solo sirve si se comparte; que el aprendizaje siempre es un proceso colectivo; que las barreras, si no se alzan, deben tumbarse.
Fue suficiente. Para empezar, al menos. Comenzamos a estudiar un sábado y otro y otro más, y luego decidimos vernos, además, los viernes, y fuimos juntas a matricular en una oficina del Ministerio de Educación, y tuvimos que explicarles a los funcionarios como funcionaba eso del nombre versus el “conocido como”, ver cómo inspeccionaban las cédulas y los rostros y seguir estudiando y sumarnos a todos los jóvenes y adultos que se presentan a las convocatorias de Educación Abierta y obtener y celebrar los primeros triunfos.
Entonces, después de haber aprobado los primeros exámenes, ellas tenían más ganas de aprender, y yo cada vez que daba clases de Español, Estudios Sociales, Inglés, Cívica y etcétera… recibía lecciones de solidaridad, de entrega, de temple, de respeto.
Por eso, los jueves fueron también declarados días lectivos, y ya eran 15 las horas semanales, y fuimos al MEP y recibimos un espaldarazo y un consejo: había que ir al Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS), y ahí fuimos y lo mismo que les acabo de contar, contamos.
Muchas reuniones. Cada vez más personas asistían, y estaba Dayana con su testimonio y yo que la acompañaba. Invitados por el IMAS llegaron funcionarios del Instituto Nacional de las Mujeres (Inamu) y la idea de acompañar este proceso educativo con un curso de formación humana cuajó y se volvió una realidad.
Ahora, mis alumnas reciben un subsidio económico de ¢75.000 y dedican una tarde más a la semana a aprender sobre autoestima, liderazgo, emprendedurismo, derechos ciudadanos.
Ya no son diez, sino veinte, y hay lista de espera porque solo en San José, aunque no haya un censo oficial, son cientos las mujeres con historias similares. Las que tuvieron que construirse a sí mismas. Vencer los estereotipos.
Las que, en la calle, trabajan, comen, aprenden, viven. Mujeres con sueños truncados, sí, pero, deseos de superación a prueba de balines y portazos.
Ojo. Yo llegué hasta acá en mi relato sin necesidad de escribir una sola vez que se trata de mujeres trans, sin mencionar más que de refilón que se dedican al comercio sexual. No lo oculté adrede, simplemente, no hizo falta. En esta historia eso no es lo más importante.
Por eso, me sorprende hasta la indignación que mis colegas periodistas, en los medios de comunicación, hagan énfasis en ese detalle para contar lo mismo.
Me enoja hasta las lágrimas que los espectadores y los lectores renieguen y descalifiquen todo esfuerzo en nombre de la discriminación.
Que ese prefijo trans, que la mayoría no sabe bien ni le interesa averiguar si hace alusión al sexo o al género, les trastoque la lengua, les desarticule los discursos y los haga decir el o él cuando, obviamente, deberían decir la o ella.
Y es que sí. Son mujeres trans. El Inamu, el IMAS, el MEP, yo y sobre todo cada una de ellas lo tienen claro. Es un rasgo fundamental de su identidad. Una faceta de su ser. Un capítulo de su historia vital, íntima.
Puede ser que, en la adolescencia, ese descubrirse y afirmarse como mujeres trans se haya convertido en el escollo que las “distrajo” de los estudios. Más probable es que los mismos que ahora se inmiscuyen y despotrican en su contra, las hayan apartado de las aulas; que algunos, que piensan parecido, les hayan cercenado su derecho a la educación. Luego, y de paso, a la salud, al trabajo, a la identidad.
Dicen que son unas atrevidas y que el Estado no debería ampararlas. Pero no las conocen. Si se las topan de frente, prefieren mirar para otra parte. Entonces, ¿cómo se atreven a opinar? Digo yo, ¿con qué derecho?
Camila Schumacher es periodista y educadora..