La disyuntiva era muy simple: el bus de San José a Heredia costaba una peseta (veinticinco céntimos). Si se los gastaba en un café, tenía que caminar hasta Heredia (dieciocho kilómetros). Y las ganas del café a veces eran irreprimibles. Entonces era la caminata, frecuentemente bajo la lluvia.
Tal era el diario dilema de nuestro pianista. Sus años de estudio fueron épicos y sin duda frustrantes. Hablamos de la Costa Rica de los años treinta, cuando San José no era otra cosa que cafetales y patios con gallinas y chanchos. Se ganaba la vida enseñándoles piano a señoritingas de la alta sociedad, a las seis de la mañana, antes de que las damas de marras se fueran para la escuela o el colegio.
Era buen pianista –me dicen–. Frecuente solista con la Orquesta Sinfónica Nacional, que en los cuarenta tenía gravísimas limitaciones, y, pese a la presencia de algunos músicos de prosapia, era poco más que una cimarrona. Aun así, tocó algunos conciertos difíciles: Mozart, Gershwin, Khachaturian, tal vez un Chopin, yo qué sé.
Era alto, delgaducho, gibado, escurrido, y mucha gente, cuando entré al conservatorio de la Universidad de Costa Rica –en esa época yo era filiforme y espiritado– me preguntó si yo era “algo” de él, a tal punto me le parecía físicamente. Profesor severo y eficiente –según me cuentan, porque yo nunca fui su alumno–.
Y en 1944, la gran oportunidad de su vida: a Costa Rica llega el legendario Claudio Arrau, solista con nuestra recién fundada orquesta. Le oye tocar, y de inmediato le ofrece ir a estudiar con él en Alemania. ¡Arrau, que no era un músico fácilmente impresionable; Arrau, el alumno de Krause, a su vez discípulo de Liszt!
“¿Y por qué no se fue, maestro?” –no cesó de preguntarle su país, desde entonces–. Cruel, muy cruel pregunta.
Dilema. Que quién se ocuparía de su familia; que él no tenía plata; que en aquel entonces no había, como hoy, becas del Gobierno ni de universidad alguna; que de qué hubiera vivido en Alemania; que en aquel tiempo no existían, como los hay hoy, mecenas; que salir de Heredia era imposible; que no hubiera tenido medios de subsistencia; que en Costa Rica no había un solo lugar dónde aprender alemán; que no se había creado aún el Ministerio de Cultura –que a tantos jóvenes músicos ayudaría después–; que el cafetal no tenía tradición ni público para la música clásica, que él se sentía aplastado por las montañas de Heredia…”.
Y nunca fue a estudiar con Arrau. Siguió dando clases en la Ciudad de las Flores, que para él perdieron todo color y fragancia, y se convirtieron en el emblema de su cautiverio.
Un albatros atrapado en un corral, entre gallinas y chompipes. La peseta para el bus, que a veces se trocaba en café, o el café en lugar del bus, cuando nuestro caprichoso cielo parecía no amenazar con lluvia, y la caminata resultaba practicable sin riesgo de atrapar una neumonía.
Carrera frustrada. Más tarde le dieron un puesto docente en la Universidad de Costa Rica. Ni siquiera pudo volver a tocar públicamente, debido a un accidente en el que perdió un ojo. La amargura de toda una vida. El horror del futuro potencial: lo que pudo haber sido, pero no lo fue. ¿Por qué? Porque el cafetal lo castró artísticamente.
Todos los pianistas nos hemos sentido, después de él, afortunados, mimados por la suerte. Produjo algunos alumnos destacados, pero ninguno logró proyectarse internacionalmente.
Está claro que como pianista y pedagogo hubo de arrostrar siempre limitaciones considerables. Era y fue para siempre un hombre espiritualmente roto. Él sabía que tenía el talento.
Arrau, Arrau, ¡cuán diferente pudo haber sido su vida! ¡Y uno lloriqueando hoy porque, en tanto que pianista clásico, no puede vivir como Rockefeller!
La historia del café y la caminata se convirtió para mí en un paradigma. Murió en 1991, pocos días después de Arrau. Jamás le crucé una palabra.
Lo veo caminar por los corredores del conservatorio: sí, larguirucho, enjuto, pero no carente de nobleza: una especie de quijote sin el plantón del legendario manchego.
Escoger, cada día de su juventud, entre una taza de café y una caminata de dieciocho kilómetros. Esa era la ingrata Costa Rica donde un día el perverso viento trajo su simiente de gran artista.
Merecía más, mucho más: todo eso de lo que nuestros actuales músicos gozan. Pero no sé, el tiempo juega mal a la ruleta: con frecuencia pone sus piezas en el siglo que no les corresponde.
Cuando me siento deprimido por algo atinente a mi carrera de músico, evoco la historia de la peseta, el café y la caminata hasta Heredia, entre cafetales, bajo macondianos aguaceros, y de inmediato recobro el ánimo.
La historia de la música en Costa Rica está llena de unsung heroes: héroes no cantados, figuras no reconocidas, nombres que se difuminan, deglutidos por un país amnésico y no particularmente agradecido.
Causal de su incapacidad para alzar el vuelo: sobredosis de cafetal. Muerte artística: asfixia por Costa Rica.
Paz a tus restos, hermano, y larga vida a tu memoria.
El autor es pianista y escritor.