A estas alturas, a nadie se le escapa que la crisis extendida por el planeta como una mancha de aceite tiene en lo económico un adjetivo periférico: su raíz es estrictamente ética. La idea de felicidad como acumulación fue una burbuja que pinchó con estruendo, salpicándolo todo de la inmundicia de sus creadores, en el 2008; sin embargo, hay quienes, haciendo de su capa un sayo, todavía hoy insisten en seguir explotando la mentira en forma de cuentos de hadas que, sin adornos, se leen como auténticas historias de terror.
El llamado “evento motivacional del año” en Costa Rica (28/08/13) vino de la mano del potentado C. Gardner, inspirador de la película En busca de la felicidad , una apología del amor al dinero, maquillada de sentimentalismo hollywoodiense . El cine actual cada día me atrae menos por su despliegue panfletario –uno barrunta estar siendo aleccionado, a menudo descaradamente, desde las entretelas del guion–, y el filme de marras se lleva la palma. Ambientado en 1981, estreno del mandato republicano de R. Reagan (no deja de resultar curiosa la aparición de este reproduciendo, con veintisiete años de antelación, el lema casi completo de la campaña presidencial del demócrata B. Obama, “Y es, we can ”, que no atañe a la inclusión del pueblo, sino al plural mayestático de los ególatras), cuenta la fábula preferida –y gastada, de puro trillada– de Estados Unidos: el acariciado sueño americano y el arquetipo del hombre hecho a sí mismo, aderezados de continuas loas a las entrañas de un capitalismo malsano (“hostil a la vida”, en palabras del sociólogo R. Sennett) que ha causado y sigue causando estragos en nuestras sociedades.
Al protagonista –reinventado como “motivador”– se le cae la baba cada vez que se cruza con un rico, como si los privilegiados fueran dioses vacacionando en la Tierra, que de vez en cuando se mezclan con los mortales para ofrecerles un modelo a seguir. Las estupideces de la película son muchas, pero una de antología sucede casi al principio, sin anestesia: Gardner, normalmente estrujado por masas de peatones malhumorados, descubre maravillado cómo los rostros de la gente se transfiguran mágicamente en las inmediaciones de la Bolsa, donde todos sonríen de oreja a oreja; entonces, en el colmo del arrobo metafísico, se pregunta a sí mismo por qué no ser tan feliz como ellos.
Opulencia y confort. A partir de aquí empieza su lucha sin cuartel por conseguirlo. La felicidad se entiende, naturalmente, como opulencia y confort material, y el individuo, como un simple medio para alcanzar ese fin sacralizado (hasta tal punto que un manual sobre análisis de valores financieros es presentado como “la biblia”). Haciendo gala del simplismo genuinamente norteamericano, se señalan dos únicos requisitos para devenir corredor bursátil: saber de números y tener facilidad en el trato personal, algo así como transformarse en una calculadora encantadora. Se olvidan, claro está, de que en ese mundillo las bases del éxito –concebido como maximización del beneficio, caricatura del homo economicus de M. Weber– son muy otras: avaricia, falta de escrúpulos y, sobre todo, engaño.
La salvaje desregulación financiera iniciada por Reagan y perpetuada devotamente, sin distingo de partidos, por Bush padre e hijo, Clinton y Obama, ha tenido un doble efecto: mientras millones de personas perdían ahorros, trabajos y hogares, una minoría de corruptos especulando con capital virtual prosperaron desorbitadamente provocando bancarrotas y déficits con total impunidad. ¿Hay algo “feliz” o “motivador” en esto? ¿No será que nos están vendiendo –¡porque encima se cobran!– eufemismos diseñados por el lenguaje de la desfachatez? Quien se lucra sin producir nada y a costa de expoliar a otros no es un triunfador: es un villano.
La película es un remedo de los postulados sectarios del bodrio El secreto (coincidentemente, una y otro salieron a la luz en el 2006), un best seller que predica las mismas distorsiones interesadas al servicio del sistema que nos hunde: los poderosos son criaturas angelicales y los pobres se han labrado su propia ruina por no emitir las vibraciones mentales adecuadas, como si la injusticia social enquistada por esos poderosos fuera una anécdota intrascendente cuya mera mención se considera fuera de tono.
Al personaje fílmico de Gardner, demasiado ocupado en su particular panegírico neoliberal, ni se le pasa por la cabeza entrar en disquisiciones morales, una extemporaneidad en la jungla de los billetes fáciles. ¿Es lícito aprovecharse de la asimetría informativa para encasquetar ilusiones vacías, planes financieros fantasmas, derivados tóxicos, solvencias crediticias fingidas? ¿Es decente referirse a los ingenuos clientes que sirvieron de carnaza como “títeres”, tal como confesaba Greg Smith, alto ejecutivo de Goldman Sachs, en un mediático artículo publicado en The New York Times en el 2012?
Agarrándose a la Declaración de Independencia como de un clavo ardiendo, Gardner apela a T. Jefferson –que debe estar revolviéndose en su tumba ante el matrimonio forzado de su anhelo ontológico de felicidad con la prosaica crematística– para justificar su ambición. En busca de la felicidad no pretende cambiar las desigualdades que retrata ni enmendar el rumbo consumista que nos ha llevado al colapso, se conforma con doblar la cerviz al statu quo imperante.
Afortunadamente, existen voces como las de la diputada islandesa B. Jónsdóttir (cuyo país, primero en caer por la crisis, plantó cara al Armagedón capitalista no rescatando a la banca y llevando a los tribunales a políticos y consejeros delegados responsables) que nos recuerdan la urgencia de la democracia líquida, superando la falsa democracia de cariz representativo sin participación ciudadana que se presta a búsquedas –de la “felicidad” o de lo que sea– que nos están perdiendo.