Buches, la segunda mascota de mi vida, era una perrita bóxer. La compramos allá por San Isidro de Heredia. Mi ilusión era indescriptible. Tenía los cachetes blancos, y el hociquito rosado y húmedo, pues se relamía constantemente. La trajeron a casa un viernes por la tarde. No guardo recuerdos precisos del sábado, pero, por alguna razón, sí tengo –puedo aún vivirlas– imágenes del domingo. La familia salió a pasear, nos llevamos nuestra mascota… y en la radio transmitían el Concierto para piano y orquesta en do mayor (“Elvira Madigan”), de Mozart. Música que decía nuestra alegría, la de toda la familia… sol, piano, campiña y Buches. Nos dio incontables camadas de perritos.
Buches montaba guardia todas las noches en el patio. Se especializaba en cazar a las zarigüeyas y gatos que se aventuraban imprudentemente por sus predios. Era ferozmente territorial. Acechaba a los intrusos –el ambiente del barrio era todavía algo montaraz– y los atrapaba de manera inexorable. Por más que se hicieran los muertos –tal es su mecanismo de defensa–, terminaban degollados, eviscerados, y el patio amanecía convertido en una orgía de sangre, especie de sardanapalesca visión.
Nobleza. ¿Es un animal capaz de nobleza y de respeto por la vida? La etología y la sociobiología lo han establecido más allá de cualquier duda. Un día amanece una zarigüeya desmembrada en el patio de la casa. Mi mamá sale a recogerla –la operación se había hecho habitual–, cuando descubre, perpleja, la larga placenta del animal con ocho cachorritos aún prendidos de ella. Intactos, trémulos, en su absoluta indefensión. A pesar de ser su enemigo natural, Buches había respetado a las crías. Es más de lo que puede decirse de los asesinos seriales y terroristas de toda militancia. ¡En medio de su ferocidad, se había abstenido de maltratar a las frágiles criaturas: antes bien, les ofrecía abrigo y les proponía su vientre –seco, por supuesto– para que en él se amamantaran!
¿Cómo calificar este gesto? ¿Qué decir de él, sino que me marcó tan hondamente que aún lo narro con la piel erizada, en estado de profundo asombro? Una vez más: ¿puede hablarse de nobleza, en tal caso? Sería atribuirle capacidad de discernimiento ético a un animal –replicarán algunos–. ¿Impensable? No hablemos, entonces, de “capacidad de discernimiento ético”. Sustituyamos esta problemática noción por la de bondad como inclinación natural, como clinamen –tal cual la proclamaba Rousseau en el ser humano, ni más ni menos–. Esta bondad natural no sería en modo alguno ajena un perro, un simio, un delfín, según los más recientes estudios de la conducta animal. Quizás, mero instinto materno –aducirán otros–. Sí, con esa palabra comodín –“instinto”– creemos poder explicar todo lo inexplicable. ¿Qué es un instinto? Un patrón de conducta adaptativo, innato, que llega armado de su propio “método”, de su savoir faire . El niño que tan pronto es acercado al seno materno busca el pezón y sorbe de él la vida, actúa instintivamente. Vino al mundo programado para ello. Forma parte de su “disco duro”. Resolver ecuaciones de segundo grado no es, por el contrario, una habilidad instintiva. Así vistas las cosas, ¿es la bondad un instinto? Dejo el tema abierto a discusión.
Animales y seres humanos. En todo caso, esa era Buches. Veteada de blanco, negro, rosado, con algo –con mucho– de juguete, de peluche, a lo Platero. Y, como el borriquito de Moguer, añadiré: uno de los mejores seres humanos y de los peores animales que en mi vida he conocido. Por desgracia, la afirmación simétrica es también cierta: he topado con señores y señoras que constituyen magníficos animales, y pésimos seres humanos. Harto significativo que, para evocar lo mejor del ser humano, tengamos a veces que remitirnos a los animales. ¿Qué parte de nosotros quedó perdida en ellos? ¿Qué hace que, con tanta frecuencia, los recordemos por esas excelencias que juzgábamos específica, distintivamente humanas? ¿Acaso ser un animal no es lo peor que puede pasarle al ser humano? Decir de una persona que es “un perfecto animal” hace mucho dejó de parecerme un vituperio. Comienzo, en cambio, a alarmarme cuando alguien habla de la “calidad humana” de una persona.
La perversidad, el refinamiento en la crueldad, la degustación del dolor de los demás es un rasgo exclusivo y definitorio del ser humano. El tigre que asesta el zarpazo ultimador a la cebra herida no es perverso. Se limita a ser lo que es: un depredador. No disfruta con el sufrimiento de su víctima. Ello supondría que fuese capaz de dos operaciones: primera, la identificación o asociación empática y cordial (del latín cor : corazón) con su presa; segunda, optar libre y conscientemente –un adverbio conlleva el otro– por disociarse, tomar distancia de ella, a fin de poder gozar con su martirio. No, amigos y amigas: el tigre –así fuese el pérfido Shere-Khan, del Libro de la jungla – no puede ejecutar este doble movimiento de aproximación y alejamiento: para ello es menester esa facultad que llamamos imaginación (formarnos imagos mentales del dolor del otro). El ser humano, en cambio, sí puede hacerlo, y ello precisamente en virtud de su ubérrima imaginación, y de su capacidad de disociación cordial.
Crueldad. Tenemos el monopolio planetario de la crueldad, la perversidad, la sofisticación en el arte de infligir el suplicio. Es en el sordo, oscuro fondo del animal donde he encontrado lo mejor del ser humano. Es en las más elaboradas, enrarecidas formas de la cultura y de lo específicamente humano donde he encontrado lo peor del animal. Después de todo, la Segunda Guerra Mundial fue desatada por el país que a la sazón gozaba de los mejores índices educativos del mundo, no por una tribu de la Amazonia profunda o un pueblo de antropófagos. No soy pesimista: sucede, tan solo, que ya no creo en san Nicolás.
Buches, Buches… Un gesto, una reacción, un tipo de conducta, una lección que me dejó meditando toda la vida.