En un bosque danés

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Copenhague me resultaba fascinante. No sus edificios, parques o carreteras, sino otro tipo de elementos propios del tejido social de un país: no hay personal de seguridad ni trompos de control en el metro (al que sin problemas se podría acceder sin pagar, pero no vi a nadie hacerlo); la indigencia pareciera inexistente (a diferencia de otras ciudades europeas, en las que el lujo extremo y las personas hurgando su alimento en los basureros, coexisten como cosa normal); los niños con deficiencias cognitivas salen de excursión con sus compañeritos, pero cada uno va acompañado de un especialista particular que pareciera consagrado a lograr que el chiquillo aproveche al máximo esa experiencia, parte de su formación en la escuela que, claro, es pública.








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