La corrupción es un mal endémico muy difícil de parar sin una verdadera y fuerte participación ciudadana. Empaña el trabajo de muchas organizaciones, empresas, gobiernos e incluso de grandes corporaciones u organizaciones internacionales. Desde la FIFA, la ONU, los escándalos destapados por los Papeles de Panamá... la corrupción afecta igual a españoles, brasileños, mexicanos, hondureños, norteamericanos y, por supuesto, a los costarricenses.
No estamos vacunados contra la codicia o la pérdida de valores y principios en el actuar público y privado. La carrera más sencilla, más fácil, más simple, es la del vivo, el astuto, el más abusado, y así le dejamos a la sociedad una larga herida que será cada día más difícil de cerrar.
Ni leyes más fuertes o controles de controles pueden evitar la cada día más ingeniosa forma de evadirlos. Lamentablemente, las personas que utilizan el poder político para beneficiarse y que violan su juramento máximo, hecho a favor de la patria y de los ciudadanos a los que representan, seguirán haciendo un daño profundo a la democracia.
Decir no. La honestidad no es algo que se puede negociar con un WhatsApp. No se trata de quedarle bien o mal a alguien, aunque ese alguien sea su big chief. Siempre tenemos la posibilidad de decir que no, que no hacemos algo que consideramos equivocado, que podemos poner la frente en alto y decir “prefiero renunciar a un puesto, de director, de vicerrector, de ministro o de magistrado”. Nunca deberíamos ceder ante la presión de un tercero para quedar bien, para sumar puntos o simplemente para complacer los caprichos del poder.
Si nuestra selección a un puesto está en función de cumplir los deseos o mandatos contrarios a la moral y al buen juicio, entonces quizás no somos la persona competente para ejercerlo. Es mil veces preferible nunca ser autoridad a tener ese puesto a cargo de cumplir con deshonestidad los mandatos de un big chief.
Cuando decimos la verdad no debemos temer, Dios siempre nos recompensa. Cuando decimos y actuamos con la mejor de las intenciones, podemos equivocarnos, como seres humanos que somos. Pero cuando la mentira, el engaño, la doble moral se apodera de nuestra vida y de las decisiones cotidianas, hemos cambiado y traspasado la barrera de la confianza, de la esperanza, de la honestidad.
Mi papá, que en paz descanse, me hizo una vez devolver una bola de fútbol al patrón. En ese entonces, vivíamos en una hacienda de café propiedad de un hacendado del centro de Grecia, y como jugábamos mejengas con sus hijos, una vez el hijo del dueño me regaló su bola usada y yo llegué con ella a la casa muy feliz.
En aquel entonces, jugábamos con bolas de trapo, de madera o incluso con una bolsa plástica llena de trapos de los sobros dejados por la máquina de coser de mi madre. Devolví la bola al patrón con toda la vergüenza del caso, a pesar de que su hijo me la había regalado.
La Navidad siguiente, la familia del patrón me regaló una bola nueva, número 5 y con los colores de mi equipo favorito. Ahí comprendí que siempre la honestidad y el decir la verdad paga dos o tres veces en la vida.
Daño profundo. El daño moral que la mentira y la deshonestidad hacen a la sociedad es profundo, de grandes dimensiones y afecta, esencialmente, la identidad y el ser del ciudadano. Golpea nuestro ánimo para trabajar y cumplir como lo han hecho los colaboradores de la Cruz Roja, del Cuerpo de Bomberos o de las instituciones de apoyo ante la emergencia.
Podemos pedir impuestos o pedir un préstamo y recuperar la infraestructura del país, pero será muy difícil reconstruir la confianza, la esperanza de nuestros ciudadanos abatidos por este sinsentido del poder que afecta a nuestra sociedad.
El día en que la política sea tomada por los que se acomodan, los que callan, los que temen a su big chief, los que mienten, los que aceptan un soborno, el país habrá perdido su rumbo y estará, sin duda, a la deriva.
El autor es académico de la UNA.