BUENOS AIRES – Los ojos del mundo, y especialmente los de Sudamérica, estarán puestos en Brasil durante el Campeonato Mundial de Fútbol, del que este país será anfitrión entre junio y julio. Varias semanas antes del torneo, los periódicos comenzaron a llenarse de noticias de fútbol, y no solamente en las páginas deportivas. Los publicistas adoran el Mundial, las empresas modifican sus líneas de producción para aprovechar las oportunidades que genera, y los políticos posponen para después de la final toda reunión que no sea esencial.
Pronto la atracción magnética del fútbol arrastrará a aficionados de todo el mundo a intrincadas discusiones acerca de la validez de un gol, las faltas intencionales y las oportunidades de ataque que fueron desaprovechadas. Debates que serán especialmente acalorados en los tres países sudamericanos donde el fútbol genera más pasiones (Brasil, Argentina y Uruguay), para cuyos habitantes un triunfo en el campo de juego es mucho más que una simple proeza deportiva.
Un exdirector técnico de la Selección argentina, Daniel Passarella, me dijo cierta vez: “El fútbol es el único ámbito en el que podemos competir de igual a igual con los grandes países”. Esto es, sin duda, cierto en el caso de Argentina y Uruguay; en el de Brasil (campeón del mundo cinco veces, más que cualquier otro país) es casi una subestimación de la realidad.
El orgullo latinoamericano se justifica. Los uruguayos todavía recuerdan con inmensa alegría sus éxitos futbolísticos, que incluyen haber ganado dos veces la Copa del Mundo (aunque hace ya mucho: en 1930 y 1950) y haber llegado a la semifinal en Sudáfrica 2010. Argentina también ganó el trofeo dos veces, pero, además, puede alardear de haber producido a dos de los más grandes jugadores de todos los tiempos, Diego Maradona y Lionel Messi. El panteón heroico de Brasil incluye a Pelé, Garrincha, Ronaldo, Ronaldinho y Neymar, por nombrar unos pocos.
Pero el Mundial también tiene detractores. Es un tiempo en que la gente no habla de otra cosa, mientras las cuestiones sociales, económicas y políticas apremiantes quedan relegadas a segundo plano. En Brasil, los manifestantes anti-Mundial están muy organizados y quieren que una parte de las enormes sumas gastadas en el torneo se derive hacia programas sociales. En Argentina, la oposición teme que el Gobierno aproveche estas semanas cruciales para ocultar malas noticias.
No hay duda de que estas preocupaciones son válidas, pero aquí hay una cuestión más amplia: la de si protestar, boicotear o prohibir estos eventos puede obrar a favor o en contra de los cambios sociales y políticos. Por ejemplo, el Mundial de 1978 en Argentina fue organizado por la dictadura militar, que intentó afirmarse en el poder haciéndose partícipe de la victoria obtenida por el equipo anfitrión. Pero, gracias a que la atención de la prensa mundial estaba puesta en Argentina, periodistas holandeses pudieron dar a conocer los sufrimientos de las Madres de la Plaza de Mayo (que buscaban a sus hijos desaparecidos) y, así, exponer ante los ojos del mundo la naturaleza grotesca del régimen militar.
Separar el activismo político del amor al deporte es una falsa antinomia. Ambos suelen estar muy vinculados, hasta en las circunstancias más extremas. Los opositores a la Junta Militar argentina también querían conocer el resultado de los partidos, incluso estando encerrados en centros de detención clandestinos. Hasta hubo casos de sobrevivientes de torturas que relataron conversaciones espeluznantes con sus torturadores acerca de las formaciones de los equipos y los goles marcados.
Tal vez hoy los activistas no deberían plantearse estar a favor o en contra del torneo, sino, más bien, cómo usarlo para promover sus objetivos. Es evidente que contar con una atención mundial sin precedentes les dará oportunidades. Las empresas entienden muy bien el potencial del evento, de lo que dan testimonio la enorme oferta de bienes de consumo relacionados con el fútbol, el encarecimiento de la vestimenta deportiva en las tiendas y la publicidad de marcas dentro y fuera del terreno de juego. Las organizaciones no gubernamentales que trabajan a favor de mejoras sociales pueden hallar modos (y a veces los hallan) de dar a conocer sus campañas a través del fútbol.
Además, no hay que exagerar el efecto a largo plazo de la “euforia” futbolística sobre los asuntos políticos y sociales. Después de todo, la odiada Junta Militar de Argentina cayó apenas cuatro años después del Mundial ganado por el país (a continuación de la derrota militar en la guerra con Gran Bretaña). Si bien a veces una victoria futbolística puede unir a los adversarios más enconados, tales treguas siempre son efímeras y, por lo general, se terminan poco después de que suene el último silbato del Mundial.
Es tentador buscarle al fútbol significados sociales, políticos o económicos más amplios. Pero lo cierto es que no es más que un juego, un entretenimiento hermoso y escapista, pero juego al fin. El fútbol puede tener el poder narrativo de una novela, el ritmo de la poesía, la fascinación hipnótica del ballet y la adrenalina deun concierto de rock , pero, a diferencia del gran arte, su influencia es escasa más allá de su ámbito inmediato.
No es razonable esperar que un Mundial de Fútbol genere cambios permanentes. Es indudable que la capacidad del torneo para enfocar todos los ojos del planeta en una sola pelota es impresionante, pero, en definitiva, no significa nada. Mientras dure el partido, estaremos en trance, pero, después, todo volverá a ser como era.
Marcela Mora y Araujo es especialista en fútbol, y escritora y periodista de radio y televisión. © Project Syndicate.