Un día de estos, como casi siempre, compré una “piña de pan” en la pulpería de la esquina que abre antes de las 6 a. m., como casi todas las pulperías que aún sobreviven a la invasión de los supermercados transnacionales. Era la ola brava de la mañana, cuando toda la gente que entra a trabajar a las 8 a. m. de pronto cae en la cuenta de que hace falta un par de huevos, la máquina de afeitar o un confite para más tarde. En ese momento la pulpería del barrio es una salvada por: cercana (a cuatro zancadas de la casa), informal (vamos hasta en pijama), práctica (podés conseguir pequeñas cantidades), oportuna (con atención personalizada en un horario de 6 a. m. a 9 p. m.), barata (más de lo que se cree) y tan amistosa en algunos casos, que brinda crédito sin garantía a los vecinos que se declaran en estado de emergencia. Pero hasta ahí. Luego de la urgencia, la “pul” vuelve a ser un vestigio de otros tiempos en los que las relaciones “cara a cara” eran lo normal y el crédito se obtenía dejando como garantía un pelo del bigote.
Mientras me alejaba hojeando el diario, leí que la presidenta Chinchilla había pedido explicaciones a los banqueros sobre las altas tasas de interés que aplicaban los bancos estatales a sus deudores.
Regresé al barrio por la noche, iban a ser las nueve. El marido de la pulpera cerraba el negocio.
Durante quince horas cada día, la pequeña empresa familiar, que cuenta con patente municipal y permiso del Ministerio de Salud, y que está inscrita en Tributación y que paga hasta el doble de las tarifas por electricidad, agua, recolección de basura y ostentación de rótulos, ha desempañado el rol de suministro a la comunidad.
Comparto mi asombro con los lectores: estos pequeños negocios familiares ofrecen crédito a quienes lo necesitan sin cobrarles un centavo de interés. Son “salvadas” de verdad.
Y mientras estos insignificantes negocios siguen apoyando a las familias de clase media y baja, la banca nacional continúa exprimiendo a estas mismas familias con tasas de interés establecidos por el mercado, en una clara renuncia a los objetivos con que fue creada la banca estatal.
En mayo sus tasas estaban por encima de las de los bancos privados.
A principios de este siglo, en California, luego de años de abonar intereses, miles de familias perdieron sus casas al retrasar sus pagos mensuales.
Posteriormente, sus impuestos ayudarían a resarcir las pérdidas económicas de los mismos bancos que remataron sus hogares.
En España, actualmente, se declaró una moratoria de dos años ya que los desahuciados de sus casas estaban optando por suicidarse.
En Costa Rica, donde los bancos llamados estatales (Banco Nacional, Banco de Costa Rica y Banco Popular), las financieras y hasta las casas de empeño operan bajo la misma intención, la soga se sigue cerrando sobre el cuello de la clase media.
Gracias a Dios, sobreviven las pulperías, empresas familiares emprendedoras o cooperativas comunales, que, lejos de ser vestigios del pasado, se perfilan en el siglo XXI como una opción renovada para construir una aldea universal, donde compartir el pan de cada día.