PRINCETON – Algo parecido al Estados Unidos de Donald Trump ya surgió anteriormente en la historia. Piense un poco: Trump pasa su tiempo en el Despacho Oval, que ahora está decorado con cortinas doradas, o en su complejo vacacional de Mar-a-Lago, que tiene una torreta, puertas protegidas y una cama principesca con dosel. Él es un moderno Luis XIV, viviendo en su propia versión de Versalles.
Al igual que su análogo histórico, el presidente número 45 de Estados Unidos está obsesionado con verdades y mentiras, con la autenticidad y la falsedad. Él ha exigido ser trasladado en procesión por el Mall, la calle-alameda en el centro de Londres, en un carruaje cuando lleve a cabo su primera visita oficial al Reino Unido. Y, antes de que transcurrieran 100 días desde su posesión en la presidencia, ya había emitido una orden para que se matara a personas en Siria mientras efusivamente hablaba sobre “el más hermoso pedazo de pastel de chocolate nunca antes visto”.
La historia no se repite, pero, como dijo Mark Twain, “rima”. Trump también rima con el pasado. Pero su presidencia no es una repetición del fascismo del siglo XX, como el historiador de Yale Timothy Snyder y otros han argumentado. Más bien, el presidente de EE. UU, a quien le obsesiona la televisión, está recreando algo mucho más antiguo y que tiene más similitudes con una fantasía de Disney: su propia corte principesca.
Esto explica por qué Trump está preocupado por las apariencias y el juego de roles de la realeza, y por qué su administración ha repetido los arquetipos cortesanos clásicos, hasta el bufón de la corte. Él tiene una hija que es una hermosa princesa quien no puede hacer nada malo, y tiene emasculados hijos adultos que permanecen tras la sombra de su padre. Su esposa nacida en el extranjero habla con un fuerte acento y vive en una residencia separada. Como una moderna María Antonieta, a menudo se le acusa de despilfarro y frivolidad.
Aparte de su familia, Trump tiene un séquito cortesano, completo con un consejero endemoniado, Steve Bannon; el duque favorito, Jared Kushner; una multitud de banqueros; y, no se debe olvidar, Sean Spicer, el bufón. La única figura que aún falta en este elenco de personajes es el místico Rasputín, el consejero o consejera que susurra consejos arcanos en el oído del rey. Estados Unidos debería estar atento a su llegada.
El hecho de que la presidencia de Trump parece haber escapado del escenario de un drama del siglo XVII o XVIII no es un accidente. La cultura barroca de las cortes de Europa se construyó teniendo como núcleo a hombres con títulos inmensamente grandiosos que conocían muy poco sobre el funcionamiento del gobierno.
Esto generó una considerable inseguridad, que se manifestó en maneras sorprendentes. Sus palacios no eran solo magníficas estructuras arquitectónicas, sino también lugares para mantener el control social. De acuerdo con una descripción contemporánea de Luis XIV, que fácilmente podría aplicarse a Trump, “no había nada que le gustará tanto como los halagos o, para decirlo más claramente, la adulación; que cuanto era más tosca y más grotesca, más la gozaba”.
Líderes como Luis XIV y María Teresa, la emperatriz del Sacro Imperio romano germánico, confiaban en consejeros muy cercanos para realizar el trabajo que ellos mismos no podían hacer. Al mismo tiempo, confrontaban a sus consejeros unos contra otros, de modo que ninguno llegase a acumular demasiado poder. Una descripción de un observador contemporáneo de la cultura de corte barroca podría aplicarse a la relación entre Kushner y Bannon hoy: “La corte es un lugar donde ningún amigo es lo suficientemente cercano como para no convertirse en un enemigo de manera posterior”.
Durante el transcurso de siglos de práctica, los cortesanos europeos aprendieron mucho sobre lo que funciona y lo que no en la vida cortesana. Los cortesanos individuales pueden entrar y salir –ya sea despedidos, como el primer consejero de seguridad nacional de Trump, Michael Flynn, o decapitados, como dos de las seis esposas de Enrique VIII– pero eso no va a cambiar la dinámica de ese mundo. Cada personaje o acción en un mundo así es un síntoma, no una causa.
Los cortesanos también aprendieron a no mostrar arrogancia hacia sus oponentes –esto podría perturbar a potenciales aliados– y no les parecía una buena idea utilizar el razonamiento lógico con su príncipe. Y, teniendo en cuenta la típica falta sustancial de experiencia gubernamental de los monarcas, intentar razonar con ellos solo expondría su ignorancia, empeoraría su inseguridad y, a menudo, conduciría a la caída de un cortesano.
Ver la presidencia de Trump como una nueva iteración de la cultura principesca, que transforma a Washington, D. C. en la misma forma que Disney transformó al castillo francés, no es solo entretenido; ofrece una visión crítica de cómo funciona el poder de Trump. Por lo tanto, ayuda a recetar un curso de acción que hasta ahora se ha escapado de la atención pública.
En otras palabras, si bien la corte principesca de Trump plantea un problema para Estados Unidos, como metáfora, también podría proporcionar una solución, alimentando la desconfianza natural que sienten los estadounidenses con relación a la monarquía. En lugar de describir a Trump como el próximo Hitler, debemos verlo como el sustituto de un Borbón, presidiendo desde Mar-a-Lago como sus análogos presidieron esa tan odiada corte francesa.
Yair Mintzker es profesor de Historia en la Universidad de Princeton. Su más reciente libro, “The Many Deaths of Jew Süss”, acaba de ser publicado por Princeton University Press. © Project Syndicate 1995–2017