Las siete décadas de vida y servicio que cumple La Nación, por sí mismas, son testimonio de su trascendencia y aportes a la sociedad costarricense y de su destacada condición como generadora de sólidos valores, prácticas y contenidos periodísticos.
Aunque hace poco más de 13 años me ausenté del periódico, sigo profesional y afectivamente vinculado a él, a lo que hace y a lo que aspira. También sigo convencido del papel central que ha cumplido y cumple La Nación en el país, de las responsabilidades que emanan de esta condición y de los múltiples desafíos que enfrenta en el complejo entorno económico, político, social, cultural y mediático contemporáneo.
La Nación de hoy, como la de ayer, es muchas cosas. Podemos definirla como una empresa, una organización, una cultura, una plataforma informativa y una institución.
Como empresa, debe realizar inversiones, generar utilidades y rendir cuentas a sus socios. Como organización, su eje está en la eficacia y la eficiencia. Como cultura es producto de una serie de usos, tradiciones y valores. Algunos se anclan en el pasado, otros se renuevan sin cesar. Como plataforma informativa está obligada a brindar servicios periodísticos relevantes, atractivos e innovadores, que ojalá no sean replicables por otros medios y formas de comunicación.
Como institución constituye una guía para el país. Su importancia es directamente proporcional a la magnitud de los desafíos de Costa Rica. La Nación institución se ha convertido, con acendrados méritos, en intérprete de las aspiraciones de amplísimos sectores de la sociedad costarricense. Podemos definirla como un periódico para los ciudadanos, aunque sin descuidar sus dimensiones de usuarios y consumidores.
Intersecciones. Todas estas encarnaciones interactúan en un entorno de incesantes flujos, desafíos seriales, cambios profundos, incertidumbre y competencia envolvente y feroz.
¿Cómo hacer para que La Nación y sus emprendimientos paralelos sean ejemplares y exitosos como empresa, organización, cultura, plataforma periodística e institución? ¿Cómo armonizar estas cinco dimensiones en medio de un ecosistema de comunicación e información cada vez más abierto, heterogéneo, disperso y plagado de manifestaciones inesperadas? No hay respuestas fáciles a estas interrogantes.
Los medios y el periodismo están en la intersección donde confluyen tres fuerzas sumamente poderosas que, en gran medida, escapan a su control, pero inciden directamente en su desempeño. Me refiero a las siguientes:
Por un lado está el fenómeno de sociedades cada vez más complejas, diversas y dispersas, con una heterogeneidad de intereses, identidades y sensibilidades que desafían los consensos y confluencias.
El sentido de “lo público”, entendido como un punto de encuentro común alrededor de problemas, esperanzas, discrepancias y acuerdos colectivos se ha debilitado. En su lugar se han reforzado los particularismos superpuestos y a veces en pugna.
En segundo lugar, y en mucho como consecuencia de lo anterior, se han modificado drásticamente las pautas de consumo mediático, se ha multiplicado la capacidad de la gente para generar mensajes y tener acceso a la participación, interacción e instantaneidad de las comunicaciones.
A la vez, la inflación, no escasez de contenidos, prevalece en el entorno simbólico que nos atrapa. En estas condiciones, separar el trigo de bits nutritivos de la paja que confunde es una función cada vez más necesaria.
Ambas fuerzas, esencialmente sociales, han sido potenciadas por el explosivo desarrollo de las tecnologías, que dota a cada persona de los instrumentos para ejercer y proclamar lo que siente, anhela, rechaza o persigue.
La tecnología, a la vez, abre oportunidades para que fuentes y anunciantes se comuniquen directamente con sus públicos meta y obvien a los intermediarios.
Nos gusten o no, las temamos como amenazas o las acariciemos como oportunidades, estas fuerzas no se detendrán. Al contrario, es posible que cada vez sean más poderosas.
¿Cómo asumirlas desde medios como La Nación y otros que integran el grupo? ¿Cómo hacer para no limitarse a administrar el cambio y, más bien, saltar hacia la captura de nuevos y mejores rumbos?
Motores. No me atrevo a ofrecer guías respuestas precisas, pero sí algunas ideas:
La que considero más relevante, porque engloba a muchas otras, es comprender que el futuro de los medios no pasa por la complacencia, el temor, la automaticidad operativa o las rutinas; tampoco por la degradación de sus contenidos para complacer los apetitos primarios del público, o por endiosar a la tecnología como fin, en lugar de usarla como instrumento tan desafiante como estimulante.
El futuro de los medios debe construirse, sobre todo, desde estrategias que combinen la energía creativa, las ideas, la innovación, el aporte de valor, la superación de lo genérico, la prueba y el error generadores y la autocrítica propositiva.
En el caso de La Nación, como buque insignia del buen periodismo nacional, ese futuro también se asienta en los principios y las buenas prácticas profesionales.
Principios. Durante 70 años de existencia, La Nación ha decantado un conjunto de principios y valores ejemplares, que hoy forman parte de su ADN empresarial, organizacional, cultural, periodístico e institucional. Se pueden resumir fácilmente:
k La independencia periodística.
k El apego a la libertad y la justicia.
k La práctica de la tolerancia.
k El ejercicio de la responsabilidad.
k El sentido de visión.
k La capacidad de innovación.
Nunca renuncien a ellos, no solo por convicción profesional y ética, sino porque, sin esos valores, el medio se esfumaría.
Pero no basta con observar los valores. También sugiero recordar y practicar sin pausa una serie de objetivos clave para el éxito periodístico.
Es importante ser entretenidos, pero sin caer en la frivolidad. Serios, pero no aburridos. Trascendentes sin convertirse en solemnes. Críticos con los otros, pero a la vez abiertos a su crítica. Capaces de ir más allá de la pirotecnia de los hechos inmediatos, pero a la vez fijarse en la trascendencia de lo concreto y su valor como síntoma o ejemplo.
Es necesario tomar en cuenta las emociones, pero impulsar también la serenidad y racionalidad del debate público, del que tanto depende el futuro del país. Lograr la empatía con la gente, sus dolores, ansias, móviles, errores y logros, pero sin renunciar a la crítica de sus actos. Concebir la sala de redacción no solo como centro para producir contenidos, sino también como fragua, escuela y fuente inspiradora de sus miembros.
Búsqueda. La búsqueda de estos equilibrios es una tarea constante. Quienes hacen La Nación están inmersos en ella, y estoy seguro de que no solo actúan, sino que también reflexionan sobre lo que hacen. Por algo el periódico se ha destacado cada día durante 70 años.
Hace muchos años, Guido Fernández, director de La Nación entre 1968 y 1980, me dijo que su gran éxito se explicaba en saber reflejar e interpretar lo más profundo del ser costarricense. Estoy de acuerdo. Pero debemos recordar que, en la época actual, esa interpretación y ese contacto social tiene frentes múltiples. Es como un blanco móvil, que nos exige alerta constante.
Celebramos no solo el septuagésimo aniversario de un diario que creció, generó y ha sustentado otras actividades. Celebramos también 70 años de estrecha relación con la sociedad costarricense. Sus características y componentes son muy distintos a los de entonces; incluso, a los que prevalecían hace pocos años. Pero la naturaleza profunda de esa relación es la misma. Se llama el buen periodismo, con todo lo que el término implica en trascendencia, interés, apertura, sorpresa, creación, responsabilidad, denuncia, compasión, distanciamiento y empatía.
Estoy seguro de que quienes hacen el periódico cada día están listos para continuar enfrentando con éxito los retos de ese vínculo, del cambiante entorno competitivo, del flujo sin pausa y de los deberes pétreos de ser líderes.
El autor es periodista.