El encuentro preveía solo 10 minutos, pero hablamos alrededor de media hora. La conversación comenzó con asuntos oficiales, y terminó con temas personales. Él inició el diálogo, y a mí me era difícil concentrarme pues no terminaba de asimilar que efectivamente estaba en el Palacio Apostólico, en el Vaticano, discutiendo la problemática de Costa Rica con el Papa.
Sin embargo, era cierto. Superando en mucho una historia que antes solo me hubiera imaginado a partir del realismo mágico de García Márquez, el Papa y yo conversábamos con profundidad sobre temas centrales para Costa Rica, para mi familia y para mí.
Los detalles de la parte personal de la conversación superan el objetivo de este texto, pero el énfasis que tuvo nuestra discusión sobre asuntos oficiales nunca fue más actual.
“Con todo respeto, santo padre, le informo que nuestro país ha sido invadido”. El Papa frunció el ceño, se me acercó un poco y con un ademán me invitó a continuar. “Sí, nuestro vecino del norte, Nicaragua, está dragando el río San Juan y en el proceso ha invadido nuestro territorio y generado un enorme daño ambiental”.
El silencio prudente de Benedicto XVI no era suficiente para disimular su interés en conocer más sobre el tema; así que yo continué. “Santo padre, como usted lo sabe, Costa Rica no tiene fuerzas armadas. Nosotros decidimos abolir al ejército desde mediados del siglo pasado. Yo le aseguro que una invasión de este tipo entre dos naciones armadas hubiese provocado un conflicto bélico. En este caso no ha sido así, porque hemos respondido a la agresión apelando a la diplomacia y al derecho internacional.
”Le pido que ore y haga todo lo que esté a su alcance para que se produzca una solución pronta y pacífica a este conflicto. Dos naciones hermanas, de gente buena y trabajadora, unidas por la geografía, por la historia, por la economía y hasta por múltiples lazos familiares, no merecen verse inmersas en un conflicto fruto de la imprudencia y la arrogancia de un gobernante”.
El santo padre me escuchó con atención, y aseguró que el tema le preocupaba. Tres semanas después, propiamente el 25 de diciembre del 2010, comprobé que mis palabras habían caído en tierra fértil. Ese día, en su mensaje urbi et orbi, transmitido en vivo para todo el mundo, para mi sorpresa y de todos los costarricenses que lo estábamos escuchando, el Papa mencionó por primera vez a Costa Rica (esto según los archivos de nuestra Embajada ante la Santa Sede).
De hecho, habló de nuestro país en dos ocasiones, y una de ellas fue al enumerar varios de los conflictos en el mundo que más le preocupaban, y en nuestro caso particular para pedir “que el nacimiento del Salvador” impulsara el diálogo entre Nicaragua y Costa Rica.
No hay duda de que cuando el Papa habla, el mundo escucha, pues fue a partir de entonces que comencé a recibir constantes consultas de la prensa internacional sobre este tema; que antes simplemente no existía en sus agendas.
Fallo de La Haya. El acontecimiento vino a mi mente al caer en la cuenta de que estamos a pocos meses de conocer los fallos de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), sobre el caso.
Desde aquella conversación con el Papa, he hablado de este tema en varias ocasiones, a título personal y entre amigos o de manera oficial y con jerarcas.
Tengo confianza y esperanza en un fallo claro y justo, desprovisto –en la medida de lo posible– de “acomodos políticos”; y, a la vez, preocupación al observar que cinco años después de que se diera la invasión, hemos hecho muy poco para prevenir conflictos similares en el futuro.
Ya lo he indicado antes (“La diplomacia en un país sin ejército”, La Nación 20/4/2015), un país sin fuerzas armadas como el nuestro tiene en la diplomacia y en el derecho internacional su primera y única línea de defensa. Sin embargo, y a pesar de “la cachetada” que ha significado dicha invasión, no se observan cambios importantes en cuanto al fortalecimiento decidido de nuestra Cancillería.
Conozco la calidad del recurso humano con que cuenta el Ministerio de Relaciones Exteriores, y los grandes esfuerzos de los cancilleres a quienes se les ha encomendado la tarea de dirigir la diplomacia nacional; pero igualmente soy testigo de que la Cancillería trabaja con “las uñas”.
Ciertamente, falta personal, existen grandes limitaciones materiales y humanas en nuestras embajadas, el presupuesto del Ministerio es a todas luces insuficiente y el trabajo y los objetivos de nuestra política exterior están casi ausentes en el debate nacional. Nos invadieron, nos despertamos, nos quejamos, y luego –con excepción de la propia Cancillería– nos volvimos a dormir.
Lamentablemente, ni siquiera una agresión de este calibre nos ha hecho caer en cuenta de que para Costa Rica fortalecer su diplomacia es un asunto de supervivencia; es un asunto estratégico que tiene que ver, entre otros, con la seguridad nacional.
¿Valió la pena? No obstante esto, sigo estando optimista con respecto al resultado de los fallos de la CIJ. Más allá de la capacidad de nuestros diplomáticos, quiero pensar que los jueces de este alto tribunal entienden que al fallar sobre este conflicto, están tomando decisiones que trascienden en mucho una simple disputa fronteriza entre dos países centroamericanos.
En realidad, la CIJ tiene en sus manos el decidir sobre la viabilidad real del proyecto país de una nación que, valientemente, decidió declararle la paz al mundo y abolir su ejército.
De estos fallos se desprenderá si es políticamente factible decirle al mundo que, en efecto, vale la pena y es seguro dejar de gastar en armas para invertir más en seres humanos (en su educación, en su salud, en su vivienda, en su cultura); o si este proyecto consiste, lamentablemente, en el caso aislado de un país que con ingenuidad tomó el riesgo de confiar su integridad y seguridad nacional al derecho internacional.
En efecto, será muy complicado convencer a otras naciones a dar el paso hacia el desarme y la “civilización” de sus ejércitos, si se llegara a comprobar que el derecho internacional no es capaz de salvaguardar efectivamente los derechos de un país desarmado. Más allá del irrespeto de las fronteras y los daños ambientales infringidos por Nicaragua a Costa Rica, con los fallos de la CIJ se pone a prueba el modelo de un país sin ejército y sus posibilidades de “exportación”.
Esa mañana del 3 de diciembre del 2010 presenté mis cartas credenciales al santo padre, y salí del Palacio Apostólico del Vaticano con mi “alforja” cargada de ilusiones. Tenía por delante muchos proyectos por ejecutar, y la gran mayoría se cumplieron.
No obstante, no podría haber previsto en ese momento que cinco años después, el conflicto con Nicaragua no se hubiese resuelto aún. Hoy estamos cerca del final, y si bien hubiera sido preferible un proceso más breve, lo más importante es que los fallos sean justos.
La factibilidad política de un modelo país que ha sido coherente con la construcción de la paz depende de ello.
Fernando F. Sánchez C. es politólogo.