La razón y la intuición se enfrentaron siempre en este escritor, pensador y poeta; le generaron dudas y angustias a lo largo de su vida: por un lado, la convicción del sinsentido de la existencia y, por otro lado, el amor y lealtad a la vida, la patria y los suyos, representados por su madre.
Camus intuyó que los seres humanos estamos destinados a la felicidad plena, pero nunca la encontró y sufrió por sentirse siempre “extranjero”, desterrado de su verdadera patria –el Paraíso que siempre añoró–.
La razón le impidió aceptar la paradoja de un Dios amoroso y omnipotente, pero indiferente ante el sufrimiento de los inocentes. Camus admiró y quiso creer en Jesús, pero, basado en un grave error de san Agustín, se consideró de los “no elegidos”.
Albert Camus afirmó que la extraordinaria empresa de perdón de Jesús y el cristianismo mismo duraron solamente treinta y tres años (¡merecido reproche a los que nos atrevemos a llamarnos cristianos!).
El no haber podido llegar a saciar su necesidad de creer en un ser absoluto de bondad, que llenara sus ansias de felicidad, lo llevó a idolatrar el absurdo como única verdad.
Su conflicto entre la razón y el apego a la vida lo expresa de manera contundente en esta frase: “El único problema filosófico es: ¿por qué no nos suicidamos?”.
Aunque no tiene sentido hacer conjeturas sobre lo que pudo haber sido y no fue, no puedo evitar hacer una que me resulta consoladora: el accidente en el que perdió la vida quizás lo salvó de una muerte peor.
Estuve por muchos años dedicada a leerlo, releerlo, comentarlo y escribir sobre su pensamiento, intentando penetrar cada vez más en su interioridad, con mi admiración y afecto crecientes.
Escribo esto con la intención de que sea un tributo a un ser humano especial que pensó y sintió lo que muchos no nos atrevemos.
Personalmente me duele profundamente que haya sufrido tanto por no haber podido encontrar la paz en Dios.