Un conocido microempresario (carpintero) criticó el ahorro sin inversión hace dos mil años. Según San Mateo (25, 14-30) dijo a sus discípulos: Un hombre que tenía dinero se lo encargó a tres siervos. Al volver, encontró que dos habían hecho inversiones y le entregaron el doble, por lo cual les dio más. Pero el tercero hizo un hoyo en la tierra, escondió el dinero y se lo devolvió intacto, por lo cual lo corrió.
En su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936), Keynes distingue entre el ahorro y la inversión. Se supone que el ahorro es bueno, porque el sacrificio del consumo produce más para consumir después. Pero nada garantiza que el ahorro se convierta en inversión. Si el dinero que no se gasta en comprar ropa tampoco se gasta en máquinas de coser para hacer ropa, la contracción del mercado es permanente. El ahorro sin inversión disminuye el consumo y la producción, ahora y después.
Muchos estadistas, desde José en Egipto hasta Bernardo Reyes en Nuevo León, intervinieron en la economía para evitar el colapso, antes de 1936. El mérito de Keynes fue descubrir las conexiones del circuito macroeconómico y explicar cómo el ahorro no invertido desactiva la producción. Hay gente que necesita ropa pero no puede comprarla, hay máquinas de coser pero no se usan, hay quienes saben coser, pero están sin trabajo, todo porque el dinero está en un hoyo, en vez de circular.
Keynes no se propuso estabilizar los precios (aunque lo consideraba importante), sino el mercado global, evitando su colapso. Tampoco se propuso el crecimiento a largo plazo, sino la reactivación. Pero su explicación fue tan brillante que se extendió por el mundo como si fuera una teoría del desarrollo económico. El keynesianismo vulgar recetó el gasto público, aunque fuera improductivo, excesivo y basado en créditos del exterior o la simple impresión de papel moneda, no para superar el colapso, sino para acelerar el crecimiento a largo plazo. Los resultados fueron desastrosos: inflación, corrupción, endeudamiento, desperdicio de recursos, un Estado sofocante, un desarrollo desigual y, finalmente, poco crecimiento. La industrialización latinoamericana empezó antes que la asiática, pero se quedo atrás, porque nuestros economistas creyeron que un país subdesarrollado no podía exportar manufacturas. Si no había salida externa, solo quedaba el mercado interno: sólo quedaba el gasto público.
Los desastres del keynesianismo vulgar desembocaron en un antikeynesianismo vulgar: lo importante es la estabilidad de precios, aunque termine en un déficit comercial monumental y en el colapso de la producción interna. Así pasamos de la quiebra de una economía protegida a la quiebra de una economía desprotegida. Por eso, ahora están polarizados los argumentos (frente a los cuales opino entre paréntesis):
1. No estábamos ni estamos preparados para la apertura comercial: no somos competitivos. (Somos competitivos en muchísimas cosas. Lo criticable de la apertura es que no empezó como una política de comercio y fomento industrial, sino como una política antiinflacionaria, lo cual fue tomar el rábano por las hojas.) La contracción actual es destructiva. (Es verdad: en la medida en que se les pasó la mano. Extrañamente, nuestros monetaristas no siguen el buen consejo de Friedman: no usar la política monetaria ni para acelerar la economía, ni para frenarla, porque es difícil atinar. Ahora solo falta que se les pase la mano en la dirección contraria, porque vienen las elecciones de 1997.) Hay que reactivar el mercado interno. (Sí, pero ¿cómo? No a partir de la demanda interna sino de la externa.)
2. Lo primero es la estabilidad de precios. (No a costa del colapso. Aun si tuviéramos la seguridad absoluta de lograr una estabilidad permanente, sería destructivo lograrla a costa de la amputación innecesaria de órganos sanos. Pero la estabilidad de precios desaparece con facilidad, como se ha visto repetidamente, y hay que volver a empezar. ¿Hasta que no haya nada que amputar?) Lo demás se arreglará solo. (¿A qué costo? Por supuesto que la sociedad se está moviendo sola, con gobierno o sin gobierno. Pero, en caso de incendio, es bueno tener líderes que vean claramente y hagan ver claramente hacia dónde está la salida.)
La salida para reactivar el mercado interno está en el mercado externo. El ahorro es la diferencia entre la producción y el consumo; pero, en una economía cerrada, reducir el consumo reduce la producción, y así sucesivamente, hasta el colapso, porque el ahorro resultante de consumir menos no se puede invertir en construir fábricas para un mercado que consume menos. Afortunadamente, el ahorro es también la diferencia entre las exportaciones y las importaciones: el déficit comercial es lo mismo que el ahorro externo, el superávit es lo mismo que el ahorro interno. En una economía abierta, el ahorro sí se puede invertir en fábricas, capital de trabajo y empleos para exportar. Y el sector exportador, como cualquier otro, pone en circulación dinero en el resto de la economía.
No está claro para el gobierno. Tan no está claro que subraya lo negativo, en vez de lo positivo, contra todas las normas del liderazgo. Aunque el ahorro interno y el superávit externo son lo mismo, dice: hay que fregarse, porque tenemos que ahorrar; en vez de decir: hay que salir a conquistar el mercado externo, porque tenemos que reactivar la producción.