Se nos fue un costarricense íntegro, un humanista, un luchador por la justicia social y la democracia. Su coraje e integridad, a la par de sus gigantescos conocimientos, le convirtieron en un ícono para las viejas y nuevas generaciones.
Con don Beto se va una memoria especialmente informada sobre importantes hechos y contextos de nuestra historia nacional. Leyó cuanto texto cayó en sus manos, de autores conocidos y de aspirantes a escritores. Retuvo en su bodega cognoscitiva lo relevante, lo relacionó y lo convirtió en narraciones detalladas sobre lo profano y lo divino. Unas las convirtió en ensayos, otras en literatura y otras alimentaron sus exquisitas virtudes conversacionales.
Intelectual completo. Don Beto era un intelectual completo. Razonaba sobre la base de información y producía nueva información, nuevas síntesis. Fue un hombre culto, en todas las acepciones del término. Su espíritu se alimentaba de los genios literarios y artísticos de la historia. Pero él mismo era un prolífico creador en el campo literario, lo cual le fue reconocido, varias veces, con el Premio Aquileo J. Echeverría.
Su crítica a la superficialidad –a veces mordaz, siempre directa– ayudó a muchos a superarse y le fraguó unos cuantos ataques. Luchó para mejorar la calidad de la política y la democracia, del periodismo y por la diseminación de la cultura, la historiografía y el buen uso del idioma.
Conversé mucho con don Beto sobre su aseveración, acotando que aparentemente era elitista, de que “la gradería de sol se había metido en la política”. Siempre me dijo: “No aparentemente elitista , es elitista”. Efectivamente, él quería que una élite de gente capaz, decente, instruida, ocupara los altos cargos en las instituciones de la democracia.
Los mejores. Quería una puerta estrecha en política, donde solo entraran los mejores. Era demócrata hasta la médula. Pero quería un gobierno de sofistas en el sentido platónico. Para él, la esencia de la democracia era que los ciudadanos votaran y participaran en las elecciones, pero que una élite de gente informada escogiera diputados, ministros, candidatos presidenciales y diseñara las propuestas programáticas. En su visión, nombres y propuestas así construidas, desde arriba, deberían presentarse llave en mano y competir en las elecciones ante la masa de votantes.
Creo que puedo citar textualmente las síntesis de esas conversaciones: “una cosa es que todos voten, otra cosa es que cualquiera gobierne”; “una cosa es que todos peguen banderas, otra que cualquiera se meta en la Asamblea Legislativa”; “un candidato presidencial, o un aspirante a diputado o ministro, debe ser llamado por gente informada, sospeche del que se anda ofreciendo”; “aquí, el 99% de los aspirantes a presidente lo son porque la mamá se lo sugirió mientras les amantaba por primera vez”; “la tercera palabra que muchas madres y padres enseñan a su hijos en Costa Rica es presidente … la segunda, diputado … y la primera, regidor ”.
Sus fuertes convicciones, aunadas a su coraje, le llevaron a ser protagonista de primera línea en las revoluciones más importantes de la Costa Rica moderna: la de los años 40 y la actual. Participó en dos partidos, porque, para él, lo inquebrantable no fue la fidelidad a una bandera, sino a su visión sobre el objetivo final del desarrollo y sobre la ética en la política. “Yo no me he movido, son otros los que se han movido”, solía decir para explicar su incorporación al Partido Acción Ciudadana, a los pocos meses de fundado.
Transparente y perfeccionista. ¡Porque decir, decía! Fue totalmente transparente. Su palabra no estaba ni a un milímetro de distancia de su pensamiento. Escucharle bastaba para conocer su corazón y su razón. Por eso, en el mundo de la política fue tan singular. Nadie le enseñó, o no quiso aprender, lo que otros aprenden con facilidad: que ser correcto en política no es decir lo que se piensa, sino lo que tiene visos de normalidad y lo que a otros les gustar escuchar.
Fue perfeccionista en lo que hizo. Por ello fue reconocido y premiado, no solo como escritor, sino también como periodista, como diseminador de cultura, como experto en el lenguaje, como lector de libros y seleccionador para efectos de publicación. Participó en la Academia de la Lengua aquí y en España, y fue líder tanto en la Editorial Costa Rica como en la de la Universidad Estatal a Distancia (UNED), de la cual fue siempre su presidente.
Estuvo en la primera Junta Directiva del periódico La Nación en 1946, participó en la revolución del 48 empuñando armas en la zona de Paraíso, y fue abogado fundador del bufete Facio y Cañas. Asimismo, fue profesor, miembro de la Junta Directiva de la Caja, miembro del Consejo Universitario de la UNED, diplomático, representante de Costa Rica ante las Naciones Unidas, ministro, diputado, presidente de la Asamblea Legislativa y fundador de prestigiosas instituciones como la Compañía Nacional de Teatro. La lista de los puestos a los que se le llamó y sus logros llenaría páginas enteras.
Alguien pudo haber pensado que, cuando escribió su biografía y la llamó 80 años no es nada , estaba alardeando. Pero no: vivió 14 años después de los 80. Y los vivió no en la rutina de despertarse, comer y dormir, sino con su rutina de lector, editor, escritor, profesor y político. Hasta el último día expresó lo que pensó, y lo hizo con la maravillosa precisión con que utilizaba nuestro idioma.
Sin descanso. De hecho, creo que don Beto es el único costarricense que nunca entendió la denominación de “ciudadano de oro”, reservada para las personas que pasan de los 65 años. Estoy seguro de que nunca relacionó ese término con descanso, retiro, atenciones y consideraciones especiales de parientes y amigos o de la sociedad. Don Beto vivió 29 años después de alcanzar el título de “ciudadano de oro”. Nadie se lo explicó y, de alguna manera, don Beto concluyó que ser ciudadano de oro tenía que ver con la etapa más valiosa de la vida, donde se podía hacer mejor todo lo que se había hecho antes, y donde se podían acometer nuevos retos, alimentados por la experiencia.
De hecho, en nuestra penúltima conversación, hace unos tres meses, explicándole mis aprensiones, generadas por ser diputado después de haber estado tanto en la palestra pública, me dijo: “Por cierto, hay una pregunta que he tenido ganas de hacerle: ¿por qué nunca me ofreció ser diputado?”. Y agregó: “¿Era porque me tenía pensado para ministro? No lo hubiese aceptado, pero le pregunto porque no hay duda de que aprecia mis consejos y cree que tengo algo que aportar. Lo que sospecho es que usted cree que ya solo mi mente funciona y que estoy muy viejo para tener un puesto”.
Nos ayudó entusiastamente en el Partido; ¡después de todo, solo tenía 80 años cuando lo fundamos! Después de las elecciones del 2006 me dijo que me seguiría acompañando en giras, pero que no quería viajes largos, que solo –y enfatizó: “solo”– me acompañaría en giras que no pasaran de Los Santos, de Turrialba o de San Ramón. Así fue. Me siguió acompañando días enteros, bajando y subiendo del carro y hablando, cada vez que se lo pedía la gente, lo cual era siempre.
De luto. Me han preguntado si el PAC pierde mucho con la partida de don Beto y que si el partido decretará duelo. He respondido que no dimensiono su partida como un asunto PAC. Intentar apropiarnos de la memoria de este gran costarricense sería disminuir su estatura. Don Beto era más grande que cualquier partido. Es la patria la que está de duelo y la que pierde con su partida. Son la política, la cultura, los alumnos universitarios, el mundo de la literatura, las luchas por la democracia y la decencia, la intelectualidad hispanoamericana, los que hoy están de luto.
De hecho, intento abrazarlo en su partida y me percato de que ni los brazos de una galaxia alcanzarían para retener una parte de él, porque su tamaño histórico no es apropiable para ningún amigo, por ningún siglo, por ningún partido, ni siquiera por la familia, ni por ningún país.
Don Beto, me quedo con sus múltiples consejos, y trataré de entenderlos y digerirlos. Trataré de hacer que nuestra amistad haya valido la pena, intentando absorber todo lo que me dijo en vida y haciendo todo lo posible por honrar los valores que nos hicieron luchar juntos.
Don Beto, usted tenía razón: 80 años no eran nada después de todo. Su cuerpo, su mente y su corazón vivieron 14 más, y su legado vivirá para siempre en la historia patria.