Acción Ciudadana anuncia la presentación de una agenda legislativa contra el tráfico de influencias. Los cambios obligarían a llevar un registro de las citas concedidas por los funcionarios públicos y de las solicitudes recibidas en el curso de su gestión. La idea es buena pero, mientras los legisladores se esfuerzan por crear y mejorar registros, las juntas directivas, en particular en los bancos estatales, destruyen la grabación de sus deliberaciones y la sustituyen por lacónicas actas, de escasa utilidad para el registro histórico y muy poca relevancia para establecer responsabilidades, si fuera necesario.
En el Banco de Costa Rica, las grabaciones se borran quince días hábiles después de aprobada el acta. La Junta Directiva también tomó la decisión de registrar las discusiones en forma lacónica. En justificación de esa conducta, el Banco cita la ley vigente y caracteriza a las grabaciones como mero punto de apoyo para la redacción de las actas.
Si eso dice la ley, es preciso cambiarla. Recientemente, en una comparecencia ante la Asamblea Legislativa, los directores del BCR difirieron sobre lo verdaderamente discutido en una sesión y salieron a la luz dos versiones, muy distintas, del mismo artículo de un acta. Aunque la sesión es reciente —26 de abril—la grabación ya no existe. La verdadera discusión es vital para esclarecer trascendentales hechos de interés público, pero solo existe el acta.
Según el secretario del BCR, la ley define el acta como el documento oficial, “de valor científico y cultural”. Ese estado de cosas resta valor a las deliberaciones de las juntas directivas y transfiere toda importancia a su transcripción, revisada y editada por los propios directivos, es decir, por parte interesada.
La tecnología de nuestros días permite conservar audios a un costo ínfimo. ¿Por qué renunciar a semejantes registros, de innegable importancia para la historia y la transparencia de la función pública? ¿Cómo contribuye su eliminación a sanear las prácticas administrativas? El caso del BCR ya demostró la existencia de razones suficientes para conservar las grabaciones.
Vivimos en un país donde a las empresas privadas se les obliga a conservar, durante años, registros con fines fiscales y de otra naturaleza. Así debe ser, pero no tiene sentido conferir a los responsables de millonarios fondos públicos la facultad de borrar toda huella de sus actuaciones en apenas dos semanas. Eso es absurdo y si la ley lo permite, hay que reformarla.
Armando González es director de La Nación.