Marco Polo escribió, allá por los albores de nuestra civilización, todo lo que era escribible; y ello no fue por azar, no, lo impuso la necesidad ascendente de conocer las maravillas de un cosmos que entonces parecía un latido urgente de algo más y más grande que el yo de cada mortal.
Ese “algo más y más grande” usó al mercader y viajero Marco: en una de las tantas guerras de entonces, la de 1298, los genoveses lo toman prisionero y le asignan como compañero de celda a un escribiente: ¡vaya fortuna! El pasado de uno, ansioso de trasmitir lo que dictaba su memoria, y la expectativa del otro, Rusticiano de Pisa, absorto en cada sílaba de un relato pregustado serán reconocidos luego por millares de lectores en un clásico inmediato a la vez que perdurable: Viajes de Marco Polo.
De Constantinopla a Tartaria, de las tierras del Gran Khan, Turcomanía, Catay, Armenia, Georgia, Mosul, Tauris, Persia, Yasdy, Kaman y Reobar a la fascinada mención de Samarcanda, Tíbet, Saianfu, Cantón, Cipango, Java, Sumatra, Dragoian, Malabar, Cail, Melibar, Mogdasi, Zanzíbar –nombres cuya eufonía pasmosa y arcaica juegan el papel de ábrete sésamo de Asia– germina el artista de la vida que dio con el secreto geográfico y los enigmas del lado derecho del atlas y que aun participó de las cosas muy íntimas de las varias culturas.
Una película de Hollywood de 1938 narra la escena en que Gary Cooper (Marco, di Venezia ) le enseña a una mujer china cómo es un beso occidental; en Oriente, confiesa la joven, el beso es apenas un roce de narices.
¿Qué se hizo, en qué terminó aquella apertura de paisajes, milagros cotidianos, venturas que Marco quiso contar a coetáneos y sucesores, acaso temiendo que alguna vez irían a esfumarse?
Un temor fundado, al decir del experto inglés Arnold Toynbee, porque Marco Polo expresó el yin (lo alto) de nuestra cultura mientras lo acechaba el yang (lo bajo) según el ritmo cambiadizo, periódico, que el autor de Estudio de la historia plasmó en doce tomos irrefutables.
El blanco móvil. La historia gusta de la desigualdad, dijo un poeta; y el siglo XX halló justamente la personalidad antípoda de Marco Polo.
Para eso tenían que darse malas condiciones y mediocres actores: la segunda guerra, el bum técnico y la codicia personal, signos de un yang evidente, propio de gatillos fáciles; y viene al caso aquí destacar la noticia de ese rufián que acaba de matar a 50 prójimos en Las Vegas y su tácito mensaje de que la humanidad se ha vuelto un blanco móvil.
El blanco móvil se titula, precisamente, la novela de Ross Macdonald, de los cincuenta, que día tras día gana mayor actualidad y resulta comparable de modo asimétrico con las experiencias del veneciano prerrenacentista.
Macdonald (1915-83), un californiano de cepa, creó a Lew Archer, detective que hubiera deseado el amor de los amantes, el retozo de natura, la meditación sobre el ser y el hacer –expresiones del yin– y que, sin embargo, escribió sobre su contrario: la destrucción, la violencia que no da tregua.
Según los críticos, junto a Dashiell Hammett y Raymond Chandler, ocupa un lugar inevitable a la hora de las clasificaciones del relato duro, negro; pero él adiciona a la trama urbana la catástrofe ecológica, sea un incendio forestal, una marea negra, un diluvio imparable detrás del cual acechan la sociedad injusta y sus sistemas legales. Al punto de que el principio de identidad de su obra podría resumirse en una ecuación de doble vía: matar al otro y matar el hábitat son una y la misma cosa.
Entonces, ¿qué? Se trata de comprender, una tarea que empieza por el conocimiento de las personas, el núcleo familiar, las raíces, afanes y ambiciones del semejante. De ahí que se haya dicho que su detective es un psicólogo a domicilio, alguien que llegó tarde a un misterio y en el instante dudoso de contar las pérdidas. No importa: lo que interesa es persistir en la voluntad de comprender porque sí, como si esto fuera un destino y un ejemplo para los demás.
El autor es escritor.