“Involucrarse en política es una obligación para un cristiano”, ha dicho Jorge Bergoglio. “¿Un católico puede hacer política? ¡Debe! Se puede ser santo haciendo política”.
Voy a problematizar esa rotundidad del Papa. No dudo de la legitimidad de la participación política de los creyentes y discrepo de aquellos que quieren arrinconar la religión a la esfera privada de la vida.
Sacar la religión del debate público es una aspiración tan intolerante como ilusa. Así que lo que me interesa comentar a partir de estas afirmaciones papales no es la validez sino los métodos y los fines de ese involucramiento en política.
Ni está tan claro que un cristiano deba participar en política ni es tan fácil que pueda hacerlo sin entrar en contradicciones irresolubles. Así lo advirtió hace un siglo Weber, cuando analizó la singularidad de los problemas éticos de la política, atribuyéndola al medio específico con el que opera (la violencia legítima) y al hecho, mil veces reeditado en la historia, de que el resultado final de la acción política frecuentemente acaba no correspondiéndose con su sentido originario.
Sobre esa base, distinguió entre la ética de la convicción (dictada por principios, sin consideración de las consecuencias de los actos), típica de las religiones y la ética de la responsabilidad (que sin carecer de principios, asume y se orienta según las consecuencias y objetivos finales), imprescindible en política.
A su juicio, eso inhabilitaba a los cristianos para asumir cargos políticos, no solo por lo innegociable de su fe, sino por el rechazo evangélico de la violencia: “Los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo estaba regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, firma un pacto con los poderes diabólicos y que para sus acciones no es verdad que del bien solo salga el bien y del mal solo el mal, sino que con frecuencia ocurre todo lo contrario. Quien no vea esto es, en realidad, un niño desde el punto de vista político”.
Imponerse y transigir. Para Weber el comportamiento guiado por la responsabilidad es el único compatible con el pluralismo de los valores (la ética de las convicciones, en cambio, alienta un comportamiento radical no dispuesto a la negociación política y sus concesiones) y con la realidad de un mundo hostil.
Así también lo veía Arendt, para la que era evidente el “consciente y radical carácter antipolítico del cristianismo”.
Cuando una fe tiene como ícono principal a su dios en un patíbulo, como señal de su advenimiento a un niño en pañales y en el trono del universo imagina a un cordero degollado, está claro que se trata de una espiritualidad reacia a cualquier ejercicio de dominación y violencia, aún en defensa propia. Por eso para Ellul “el pensamiento bíblico conduce directamente al anarquismo y es esa la única posición política antipolítica”.
En síntesis, la acción política implica imponerse (lo que siempre supone un grado de violencia) e implica transigir, no solo en intereses, sino también en valores y principios.
En palabras de Crick, quien “aborda cualquier problema como una cuestión de principio no puede sentirse a gusto en política”. Quien “dice jamás renunciaré a ‘a’ o ‘b’ actúa antipolíticamente, el que afirma jamás cederemos en nuestros ideales se condena a la frustración o aspira al autoritarismo” (advertencia de la que deberían tomar nota no solo los cristianos, también los ecologistas, liberales, feministas, pacifistas, etc.).
Sutileza. Ahora bien, si la política implica imponerse y transigir (dos cosas incompatibles con la fe cristiana), ¿cómo es posible que desde los Borgia hasta Bergoglio, la Iglesia católica haya sido, para causas nobles e innobles, un actor político de primer orden?
La razón es que la cristiandad mantiene con el movimiento de Jesús una relación poco más que meramente iconográfica.
La adaptación de ese movimiento radical de la ruralidad galilea al mundo grecorromano a manos de Pablo, el hecho de que no ocurriera el desenlace escatológico que los primeros cristianos creían inminente, la consiguiente necesidad de “estar en el mundo” y, sobre todo, la obra teológica de San Agustín, acabaron por superar el radicalismo itinerante del movimiento de Jesús.
Desde entonces la Iglesia ha empleado con insuperable maestría una sutil combinación de formas de ejercer el poder e influir en la política.
Lo ilustro: hace un par de años no dejé que el sobrecogedor arte de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina me hiciera perder el detalle de los frescos de la vida de Moisés y de Cristo que adornan sus paredes.
Me detuve en el Castigo de los rebeldes, de Botticelli. Se inspira en la rebelión de Coré, quien, junto con otros líderes del pueblo, se presentó ante Moisés y su hermano Aarón para decirles que no estaba de acuerdo con que concentraran todo el poder civil y religioso. Eso bastó para que al día siguiente Dios acabara con la vida de los sublevados, sus esposas e hijos.
Lo primero que me llamó la atención de la pintura es que incluyera el arco de Constantino (levantado por el primer emperador cristiano), evocando el poder temporal del Imperio romano.
Luego me sorprendí cuando vi que Aarón llevaba una tiara papal, pero el mensaje fue claro cuando, contemplando los frescos de la otra pared, justo el que quedaba al frente del Castigo de los rebeldes, era ¡oh casualidad! uno titulado Entrega de las llaves a san Pedro, de Perugino.
En el registro superior, en todo el perímetro, una larga serie de papas.
¡La Iglesia es tan celosa de su poder como cuidadosa de su comunicación!
Acción política. Por eso no es de extrañar que en Cuba Bergoglio no se reuniera con ningún disidente, pero en EE. UU. hablara alto y claro sobre distintos temas e, incluso, recibiera a Kim Davis, funcionaria pública que antepuso sus convicciones religiosas por encima del respeto a la ley.
En Cuba, Bergoglio (seguramente con la mirada puesta en la paz en Colombia y las libertades de los católicos en la Isla) guardó un silencio responsable. En EE. UU., en cambio, con su discurso y con el gesto de recibir a Davis, hizo gala de sus convicciones.
Distintos objetivos, distintos contextos y distintos momentos, modulan esa voz que clama en el desierto… pero solo a veces, en otras ocasiones susurra o calla.
La acción política de la Iglesia apela al corazón sin renunciar a la coerción, así como, según el caso, esgrime la radicalidad de la convicción en unos contextos y la prudencia de la responsabilidad en otros.
Por ejemplo, desde el púlpito hablarán a la conciencia de los fieles para que no recurran a la fecundación in vitro (FIV), pero, por si acaso el Espíritu Santo no les convence, procurarán que el garrote estatal de su prohibición lo haga.
En el África flagelada por el sida y la hambruna, dirán que es una blasfemia contra Dios usar condones, mientras que, ante la amenaza nazi, echarán mano de concordatos y silencios para proteger a las organizaciones católicas y salvaguardar el tesoro vaticano.
De tontos no tienen un pelo.
Gustavo Román Jacobo es abogado.