Por todo Centroamérica corrían vientos de guerra; incluso Costa Rica, supuesta isla Barataria, sufría los embates laterales de los conflictos en la zona. En Guatemala, demócrata convencido, Manuel José Arce empeñó su pluma contra las dictaduras de Lucas García y Ríos Montt: en 1969 estrenó Delito, condena y ejecución de una gallina. Esta obra no solo implicaba evocaciones históricas inspiradas en la práctica teatral de Brecht, sino que requería hasta literalmente la ejecución de una gallina en el escenario; con ello, el autor logró su propósito de sensibilizar por el horror de cadáveres en la calle, a causa de la represión. El público se estremeció.
Acostumbramos a comprar el pollito en el súper, pero hasta hace pocos años era usual matar conejos y demás en casa. Partiendo de ello, con un tono satírico y recursos atrevidos, la obra teatral procuraba sacar al espectador de la modorra. Ahora, allá, no hay todavía una primavera política chapina, pero las cosas algo cambiaron.
Cerca de nosotros. Aquí y ahora, no en casa, sino en la calle nuestra, también se mata a ciudadanos: habitante ingenuo de Montes de Oca, se me eriza la piel de solo pensar que la semana pasada por aquí a un hombre lo ejecutaron con una docena de balazos. Probablemente, un pobre perdido; arreglo de cuentas, sin duda. Pues bien, cito al autor: “El horror, como las drogas, crea tolerancia en el organismo social; a fuerza de repetirse se neutraliza”.
Los conflictos han cambiado, pero la gente sigue reaccionando igual: la problemática de migración en Europa “nos resbala”: nos escudamos tras la pantalla y la distancia relativa. Como si esta problemática no estuviera ya presente entre nosotros, antes por los evocados conflictos centroamericanos, ahora porque de verdad el mundo es uno. Raro: tras su piel gruesa, se sabe que los elefantes guardan una alta sensibilidad y una gran memoria; nosotros, tras nuestro cutis sonrosado, escondemos piel de paquidermos.
Racismo. Varios artículos recientes en este matutino me hicieron recordar una anécdota tristemente verdadera. Con el colega Edgar Cover y Nacer Wabeau formaba parte de grupo de profesores a cargo de un bloque de Estudios Generales, en la UCR. Pues bien, después de la consuetudinaria presentación inicial corrían rumores increíbles respecto del trío en cuestión: que ese Valembois, con su acento se delataba –y se delata todavía, tras su cédula costarricense–; ese Nacer, si dice que es africano, ¿por qué no es negro? Y don Edgar tampoco es de nosotros.
Da la casualidad que el caballero de marras es de tercera o cuarta generación de jamaiquinos incorporados en el territorio, para la construcción del ferrocarril, ¡hace bastante más de un siglo!
Total que, pese a la hipocresía circundante, no logramos esconder la lacra de racismo que prevalece en el medio. Pues sí, ahora cualquier chiquillo de escuela recita despectivamente contra “los goces de Europa”, pero en ojos y hábitos, a las claras se le perfilan enormes ganas de desembarcar en el aeropuerto de Miami. ¡De repente todos somos descendientes de “indígenas” (véase el diccionario: ¡Ello lo somos todos, por nacer o vivir en alguna parte!).
Abrir los ojos. Como país en construcción, por favor busquemos el porqué la cara de reproche que muchos ponen ante cualquier centroamericano… como si no viviéramos en el mismo pedacito de suelo interoceánico; reflexionemos acerca de los aportes potenciales de la migración: la oportunidad perdida aquí, pero ganada en México, con el exilio republicano español; en memoria relativamente corta todavía, recordemos el aporte sustancial, tanto de los “chilenoides” (Brenes Mesén, García Monge, Carlos Monge, Isaac Felipe Azofeifa y un largo etc.), como la provechosa ola venida del Cono Sur hace apenas cuatro décadas.
Pero seguimos insultando a la diputada Clark, viendo-que-no-vemos a ese joven negro que entre todos ejecutamos en Peñas Blancas. Sí, ayer.
¿Convendrá volver a montar en Costa Rica la obra de Manuel José Arce? Nuestro tejido social está roto y ni ganas tenemos de abrir los ojos para reconstruirlo, malla tras malla.