No hace mucho, saliendo de un supermercado, un vehículo estaba aparcado justo detrás del mío, y cuando intenté pedirle al conductor que lo moviera para salir, me amenazó con un arma.
No hubo provocación, ni una sola palabra salió de mi boca. Los oficiales de seguridad –afortunadamente atentos– se acercaron y controlaron al sujeto mientras lanzaba golpes e insultos.
Como dijo Sun-zi, no conviene tener afición a las armas, y, sin embargo, generan cierto embrujo en sus dueños (¿quién será el dueño de quién? –me pregunto–); una sensación de poder o superioridad comparada solo con la de quienes conducen vehículos grandes o tienen puestos “importantes”.
Obligaron al chofer a mover su auto y salí rápidamente de allí, pues mi prioridad era poner a salvo a mi familia. En el momento de irme, llamé a los servicios de emergencia, pero me dijeron que el hecho no ameritaba su atención.
Indefensos, desprotegidos. Así nos sentimos tras este tipo de situaciones que, luego de compartir mi historia, me he dado cuenta de que son mucho más frecuentes de lo que pensaba. Vivimos con miedo, entre rejas físicas y mentales.
Tememos no tanto al asaltante que viene a lo que viene, sino a la furia del vecino, del conductor apurado, de quien nos atiende o a quien atendemos. Incluso, el desconocido que saluda en la calle genera desconfianza.
Todos los días nos llegan noticias de muertes por vecinos, compañeros de trabajo, amantes, padres e hijos, por lo que también recelamos de los más próximos.
Tememos hasta de nosotros mismos. Porque ya no sabemos de qué somos capaces en un momento oscuro, porque hemos sentido la ira que hierve en nuestras venas y no logramos controlar.
Vivimos con miedo, porque ya no sabemos ser-con-otros. Pero tampoco podemos ser-sin-otros. Terminamos dependiendo de la confianza de personas de las que no nos fiamos.
Y aunque parezca tan desalentador, aun cuando con frecuencia debemos protegernos de nuestra propia sombra, incluso así, este panorama sombrío sigue siendo la excepción a la regla.
Sociedad construida. Así como Ortega y Gasset opinaba que la mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuera sincero, tampoco el miedo y la desconfianza serían viables si no existiera la posibilidad de confiar, a grandes rasgos, en la sociedad que hemos construido.
Creemos poder salir a la calle y regresar sin daño a casa; al menos así sucede en la mayoría de las veces. De los conductores que nos encontramos, son pocos los que llevan una furia asesina –aunque se noten más– y creemos (o necesitamos creer) en el médico que nos diagnóstica, en el vendedor que nos atiende, en quien nos brinda una mano, en la persona que dice amarnos.
No todo está perdido, pero se perderá si aquellas excepciones se nos hacen cada vez más cotidianas, si estamos dando pasos hacia un mundo donde la presunción primera es que el otro está tratando de hacernos daño.
¿Soluciones? No las tengo, al menos no definitivas. Pero si no podemos hacer que otros sean más serenos y confiables, al menos sí podemos intentar serenarnos y ser más confiables nosotros mismos. Sería un buen inicio.
Si yo le hubiera gritado al conductor que me bloqueó el paso, o si hubiera respondido violentamente a sus amenazas, quizá yo no habría tenido la oportunidad de escribir estas líneas, ni usted tendría la ocasión de tomar mi consejo o rechazarlo.
Rafael León Hernández es psicólogo.