Una campaña electoral deja huellas diversas y profundas en quien participa activamente. En mi caso, que tuve el privilegio de ser parte de una papeleta, fueron cuatro meses de aprendizaje y de enriquecimiento, cuatro meses que volvería a vivir, a pesar de la derrota electoral.
Fue como llevar un curso intensivo sobre realidad nacional, sobre la política en general, particularmente la costarricense, y sobre la naturaleza humana. A la vez, fue una comprobación fáctica y vivencial de mucha de la teoría que he leído y que yo misma enseño en las aulas de la Universidad de Costa Rica. Fue también un viaje de autoconocimiento: reafirmé mis convicciones y el deseo de hacer lo que pueda, en el espacio que pueda, por corregir lo que veo mal en el país, y reconocí y enfrenté mis debilidades, mis fortalezas y mis temores.
Descubrí que, más que miedo al comunismo, le tengo miedo a la inopia de miles de personas que podrían poner en el poder una ideología que, en todos los casos en que se ha implantado en el mundo, ensancha la pobreza y atropella las libertades individuales. No les tengo miedo a los comunistas honestos que sostienen su credo con valentía y coherencia, porque ante ellos existe la fuerza de los datos, de la historia, de los argumentos. En cambio, desconfío profundamente de los que, por conveniencia o por cobardía, disimulan y aparentan no serlo, con tal de alcanzar el poder.
No les temo a las ideologías diversas, les temo a las mentiras, los prejuicios y las etiquetas. Una etiqueta es como un saco en el que cada quien mete lo que quiere, y solo genera confusión, engaño y autoengaño.
No me asusta quien dice la verdad, aun si esta no me agrada o me duele. Les temo a quienes tergiversan la verdad y a quienes abusan de la potestad de escoger ciertas imágenes y palabras para influir en la percepción de otros con el fin de hacer prevalecer su propio sectarismo, sus propios miedos, sus propios prejuicios.
Me preocupan los que se dejan manipular, pero no lo quieren reconocer, y los que creen que los únicos dogmáticos son “los otros”. Me intranquilizan quienes, a pesar de ser académicamente educados, confunden convicción con fanatismo, pasión con insolencia, debate de ideas con ataques personales. Me desagradan los que descalifican sin fundamento a las personas que piensan distinto o, peor aún, a las que ni siquiera conocen.
Le temo a la ineptitud, que ha convertido a nuestro Estado en un enorme aparato disfuncional y dispendioso, el cual, en lugar de un aliado, parece una zancadilla oficial. Repudio la corrupción que hay a todos los niveles, y descubrí que no solo a ella hay que temerle. Igual de temibles son la impunidad, el compadrazgo, la apatía y la complacencia de quienes han permitido que la corrupción se institucionalice y se enraíce en la Administración Pública, en el quehacer político y en toda esfera donde se ejerce algún tipo de poder.
Confirmé que el poder político es tan solo una de las muchas dimensiones del poder que se cruzan, se retroalimentan o se enfrentan con el fin de conservarlo o acrecentarlo. Y que, así como hay quienes quieren el poder para sí mismos, hay quienes lo usan temporalmente para servir a otros. Sí, hay muchísimos costarricenses dedicados, entre ellos muchos políticos de alto y bajo rango, que trabajan con entrega y tesón para mejorar el país o su comunidad. Por eso, el principio de culpabilidad que ha sustituido indiscriminadamente al principio de inocencia en contra de quienes ejercen cargos públicos, le está haciendo un gran daño al país, pues aleja a mucha gente valiosa, decente y capaz.
Con este recuento espero contribuir a eliminar algunos de esos mitos, prejuicios y etiquetas tan dañinos, y espero ayudar a devolverles la esperanza a tantos ciudadanos que se sienten defraudados y apáticos. Sin embargo, también espero incentivarlos a hacer a un lado el enojo y la pasividad, para involucrarse, para participar en la medida de sus posibilidades y capacidades, para adecentar cada día más el ejercicio del poder político en nuestra querida Costa Rica.
Y es que la política es absolutamente necesaria para gobernar y sacar adelante a un país. La verdadera crisis de una democracia se da cuando los ciudadanos claudican a su privilegio de soberanos y se desentienden de la política. Eso les deja el camino libre a los inescrupulosos para alzarse contra el verdadero interés común, a los demagogos y a diversos actores reciclados, algunos de ellos auténticos embaucadores, cuyo sello más evidente es el clientelismo.
Como dice Moisés Naím, académico del Carnegie Endowment for International Peace, la antipolítica se debe a la crisis de los partidos políticos; las ONG y las iniciativas privadas son muy valiosas, pero no bastan para arreglar el mundo. “Las democracias no pueden estar basadas en ONG, sino en partidos políticos”, afirma Naím. Por lo tanto, dado que no podemos prescindir de la política, debemos dignificarla.
Abril Gordienko López, excandidata a la segunda vicepresidencia, Movimiento Libertario.