En abril, muchos de nosotros celebramos la noticia, como si se tratara de nuestra hermana o de nuestra hija: una joven costarricense, Nicole Birkner Alier, había sido aceptada por nueve de las mejores universidades de los EE. UU. Esto fue producto no solo de un importante esfuerzo personal y familiar, sino de una educación privada de excelencia.
Tres meses después, el Estado de la Educación nos colocó frente al espejo más crudo y desesperanzador del sistema educativo público, caracterizado por lentos avances en el abordaje de los retos históricos e importantes retrocesos.
La ausencia de mejoras en las pruebas PISA, el estancamiento de las probabilidades de terminar el noveno año, los problemas de eficiencia en el sistema (no necesariamente de recursos), las limitaciones en la educación superior, el bajísimo porcentaje de cobertura de los programas de primaria (5 % de centros educativos completan los programas), entre otros datos, deberían incomodarnos hacia una acción crítica y colectiva, aun cuando no sea la primera vez que los conocemos.
La alta política educativa debe hacer que la apuesta por un sistema que sea movilizador social y liberador de la capacidad de agencia de los individuos, pase de un discurso complaciente a resultados tangibles. Con excepción del porcentaje constitucional a la educación —cuyos efectos en la rigidez fiscal y en la calidad todavía ameritan más evidencia y mejores debates— hemos consumido tiempo valioso durante los últimos 20 años en discutir temas poco estructurales de la educación pública, aunque en su momento —a la luz de su coyuntura— así lo pareciera para ciertos sectores.
Responsabilidad. El Consejo Superior de Educación y los rectores de las universidades públicas y privadas deben asumir la responsabilidad pública que se ha depositado en ellos para brindar una respuesta a la altura de este reto histórico. El primero, porque debe construir mejores mecanismos de rendición de cuentas sobre la toma de decisiones futuras y su impacto para reducir la distancia abismal que se ha abierto entre la educación pública y la educación privada, y que es palpable en el crecimiento de la desigualdad de ingresos de la población que presenciamos en los últimos 15 años en el país.
Los segundos, porque son formadoras del grueso del magisterio nacional, y, además, han sido impulsores y estudiosos de modelos experimentales e innovadores (no facilistas) de educación. Colegios técnicos, científicos, ambientalistas, entre otros, que si bien a la fecha tienen resultados limitados, proveen lecciones aprendidas y buenas prácticas para construir “autopistas de calidad” para grandes grupos de estudiante de Upala, Coto Brus, Matina, La Cruz o Barranca, para que triunfen también, como lo ha hecho Nicole, frente a los mejores del mundo.
Grandes saltos. Si como país compartimos la visión de una educación promotora de equidad y cohesión, debemos garantizar saltos de excelencia en primaria y secundaria. La estrategia para lograr lo que en el Estado de la Educación se define como “una educación pertinente y relevante que se adecúa a los cambios del contexto nacional e internacional”, serán verdaderas vías rápidas de calidad y progresividad, si se inician en las cinco regiones periféricas del país y con una cobertura privilegiada a estudiantes de familias en condición de pobreza y vulnerabilidad social.
A todos los actores del sistema educativo y político, un mensaje final: no puede temerse ni posponerse más la idea de una nueva reforma de la educación costarricense, tan satanizada por quienes usufructúan con el statu quo.
Alarmémonos de haber consentido una política de cambios y resultados mínimos, que ha abierto una brecha que puede llegar a ser abismo.