Hay, al menos, dos sesgos en dos recientes evaluaciones sobre las propuestas electorales de los partidos que pueden confundir aún más sobre los problemas y causas que nos impiden avanzar al Primer Mundo. Primero: los “evaluadores” aplicaron parámetros no utilizados por los partidos y, entonces, estos quedan muy malparados. Segundo y peor: los evaluadores no reconocieron la naturaleza engañosa de tales planes y, en consecuencia, no los confrontaron correctivamente, con lo cual habrían hecho un mayor bien al país. Este último lamentable sesgo se reprodujo en los dos recientes debates del TSE y en otros que he visto, incluidas entrevistas por reconocidos comunicadores.
Me refiero a que tales propuestas han constituido siempre, para usar un símil hollywoodense, el famoso “plan B” que los “muchachos buenos” sacan a relucir cuando les falla el “plan A”. Lo trágico del asunto es que aquí los partidos no producen planes A, ya que los profesionales que los hacen y sus candidatos –y, obviamente, quienes elaboran las preguntas para los debates y quienes entrevistan– siempre han dado la espalda a los factores que se verán en este artículo.
Aparte de haber colaborado hace mucho en al menos tres planes nacionales de desarrollo y aconsejado en programas electorales de cuatro partidos distintos, produjimos en enero del 2006 y del 2010, en el IICE de la UCR, dos investigaciones sobre programas de todos los partidos. Utilicé 20 variables objetivamente determinativas de la sustentación ideológico-programática y de la viabilidad sociopolítica, jurídica y administrativa que debían distinguir a un programa electoral “tipo A”, o sea, con inconfundible arraigo en el modelo-país eclécticamente consagrado en la Constitución de 1949, según las mayores contribuciones históricas europeas: liberalismo histórico, art. 46; socialdemocracia, art. 50, y doctrina social de la Iglesia católica, art. 74, más todos los “demás” derivados de estos.
Hablo de óptimos factores coadyuvantes para un desarrollo integral de cualquier nación que se precie de ser “de derecho” (aquí, todos se adhieren al concepto… por desgracia de la boca para afuera).
Concluí que ninguno reconocía, a nivel de diagnósticos críticos, esos 20 claros y globales conceptos, mecanismos, instrumentos y, sobre todo, pautas de comportamiento de fuente constitucional y legal delimitativas de cómo “gobernar” con excelencia y no mediocremente (incluyendo la base normativa del vasto rango de “políticas públicas” en todo campo). ¿Qué ha ocurrido para que no se den estos planes A? Explico puntillosamente.
Improvisación. Primero: ninguno parte –como deberían según juramento constitucional que los partidos toman al nacer– del sistema de derechos constitucionales, más las normas para una conducción gubernativa de primera, así como las muy buenas leyes que instrumentan esos derechos, además de otras como la LGAP, la No. 5525 y la No. 8131, que permiten “bajar a tierra” fácilmente todo este tramado normativo. Hablo de lo que debería constituir los verdaderos “ejes A” del desarrollo y, por ello, del Plan Nacional de Desarrollo y de todo partido. Al ignorarlo, todos improvisan en la visión y retos de gestión que acaban proponiendo y –peor aún– que acaban aplicando. Abajo retomo este punto.
Segundo: al no reconocer esta dimensión global-estratégica del modelo-país, ninguno diagnostica las desviaciones reales –menos, las causas– en que las instituciones, sus procesos y recursos han incurrido con respecto a sus contundentes mandatos legales, y cómo esto ha impactado al país. Tal omisión impide tener claro cuáles son las correctas, inmediatas y viables “enmiendas del Estado” a propugnar (un partido, por ej., ofrece fortalecer “ministerios rectores”, sin entender aún que en este país la competencia mayor de “dirección” o “rectoría” es de índole sectorial y está en manos exclusivas del ministro con el presidente, lo cual demanda “arreglos organizativos” mucho más simples y menos costosos que “reformar ministerios” como tales).
En su lugar, todos acaban listando, como “nuevas”, acciones y leyes o normas poco viables o que ya existen, como “pa’ que no le falte” a ningún grupo de interés. Además, no enuncian –sobre la base de aquella normada a nivel nacional– su particular estrategia de desarrollo y de conducción en un inicio de esos planes, y menos la recuperan en todo otro “capítulo”, como debe ser para que todos los especialistas actúen conforme a la misma “partitura”.
Tiempo perdido. Precisamente, debido a la falta de preparación con que tales especialistas son luego designados jerarcas, la pretendida instauración “del programa” siempre significa una gran pérdida de tiempo, al naufragar aquellos en el mar de los previsibles obstáculos y rigideces burocráticas, legales y técnicas de un gobierno en marcha… y enclochado. Tal improvisación es la que impide resolver a fondo todo problema. Y es en terreno tan fangoso donde ha crecido tantísimo la corrupción pública, empresarial y civil.
Tercero: tampoco utilizan esas leyes especiales y de cada institución como la fuente motivacional de sus –entonces sí– propuestas de políticas, o sea, de las metas y tipos de medios según ordena el art. 99 de la LGAP, ignorado hasta por abogados mismos y por quienes predican con tanto simplismo sobre “políticas públicas” a partir de definiciones antojadizas, situación que anima a los políticos facilistas y asesores, así como a sus fiscalizadores formales e informales, a seguir la cómoda línea del menor esfuerzo.
Al no darse este esencial ejercicio intelectual y programático, tales “planes B” resultan listados temáticos desordenados –aunque todos proclaman ser coherentes y rigurosos– y el elector nunca conoce cuáles son y cómo proponen los partidos confrontar los factores de origen que, precisamente, han impedido ejecutar Constitución y leyes con la eficacia y transparencia que el legislador sí tuvo en mente (en, al menos, las leyes y procesos que este servidor siempre refiere).
Precisamente, y regresando a la noción de “ejes A” del desarrollo, en junio del 2009 realizamos en el mismo IICE un trabajo que fue entregado al TSE para motivarlo –evidentemente, sin lograrlo– a exigir a los partidos más seriedad y apego a la Constitución y las leyes en sus programas electorales. Demostramos cómo en 277 normas legales se distingue con claridad el modelo-país y de conducción al que todo partido y los gobernantes tienen forzosamente que someterse.
La tragedia de este país feliz es que, cuando “el partido” gana, suple esa partitura correcta con un pragmatismo y sentido común que no ha hecho ningún bien a ningún país.
Otro cantar son los países desarrollados, cuyos problemas fundamentales fueron confrontados hace décadas con apego a “planes A” basados en, precisamente, parecidas pautas jurídicas que ahora solo demandan un tipo de pragmatismo y sentido común más evolucionado, para mantenerlas, que el nadadito de perro practicado aquí.
Al fin de cuentas, esta lucha electoral parece que será para decidir cuál nadadito es el menos malo, o bien el “más distinto”, algo que nunca llevará al desarrollo integral previsto en nuestra Constitución. Sustituir esta con ocurrencias o puro sentido común, y constatar la flagrante impunidad con que ello se hace, seguirá siendo la mayor desgracia nacional, pues de ello se derivan todos los males habidos y… por haber.
La realidad aquí se nos volvió un gigantesco engorro. Así, créanme, no habrá un mejor futuro para Costa Rica.