Suele decirse que hay personas con piel de rinoceronte porque se acostumbran a todo, son capaces de aguantar casi todo sin inmutarse. O, en otro sentido, porque están endurecidas, son refractarias a los sentimientos, tienen un corazón de piedra. Nadie nace así, es la vida la que va formando esa costra que aísla, separa y rechaza. Hace un tiempo, una persona conocida me confesó que llevaba veinte años sin hablarle a su esposa; vivía encerrado en una especie de buhardilla en su propia casa, mientras el resto era ocupado por ella y por sus hijos. Hoy se habla de “los indignados”; pero abundan también “los endurecidos”, especie nada rara y en aumento. Se me dirá que es un caso insólito y extremo, pero elocuente de unos seres endurecidos, cuyo corazón no cuenta. Son fantasmas que van apoderándose de ellos: resentimientos, rencores, amarguras, discriminaciones e indiferencias y rechazos.
Endurecidos y reblandecidos. Con el paso del tiempo, crecen el amor propio, la vanidad y el fiarse solo del propio criterio, y aparecen los juicios cáusticos, hirientes, con los que marcamos la vida de los demás, casi siempre gente cercana a nosotros. Se escapan de nuestra boca expresiones duras que, si pensamos bien en ellas, nos damos cuenta de que destilan veneno y que no deberíamos decir jamás; pero hay algo que nos lleva a esgrimirlas inoportunamente, una especie de afán de venganza. Y aparecen ramalazos de odio en el corazón, aunque no nos atrevemos a llamarlo así. Gente por la cual nos jugábamos la vida, pasa a estar proscrita en nuestro corazón. Aquí “endurecidos”, irónicamente, podría decirse que es dramático sinónimo de “reblandecidos”. Nos volvemos dogmáticos, excluyentes, acerbos, parecemos plantas trepadoras, que no tienen malas intenciones, pero abrazan con una sed obstinada y mortal lo que encuentran a su alrededor y lo vacían de su fuerza vital. Su destino es bárbaro y primitivo (Márai) . Pasamos a formar parte de los “chupópteros”, tipo de insectos especializados en extraer de las plantas la savia: Vamos sacando para nosotros todo lo que nos conviene, lo que satisface nuestra sensualidad o nuestro orgulllo y de los demás extraemos lo malo, lo negativo para enrostrárselo en determinadas circunstancias, para hacerlos quedar mal o para sembrar la discordia en torno a ellos.
Proyección freudiana. Que nadie se haga ilusiones, porque fácilmente todos caemos presos del mecanismo de proyección del que hablaba Freud, que es una realidad comprobable todos los días: creemos que a los demás les falta aquello que realmente nos falta a nosotros. (“A este no hay quien lo aguante”> “a mí no me aguanta nadie”) Porque los vemos así, nos ensañamos en ellos. Eso que creemos ver en ellos es un espejo de nuestra alma. Yo no sé cómo será el alma de un criminal pero me asomé al corazón de un hombre de bien y me quedé aterrado, escribió alguien.
Les quitaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, dice Dios al pueblo israelí que estaba endurecido. Nos endurecemos cuando no comprendemos, no perdonamos, no disculpamos, no olvidamos y no aceptamos que los demás sean como son, o que sean diferentes o piensen diferente. Con el látigo de la lengua o del corazón los fustigamos incesantemente. Y el remedio está en echar una mirada inteligente a nuestro corazón y limpiarlo de todas esas asperezas, despojarlo del yo superlativo que lo atenaza y no deja descubrir el maravilloso mundo de los otros, del respeto, de la comprensión, de la acogida generosa, del perdón, de la aceptación de sí mismo que abre el camino a la aceptación de los demás.