Hay hipócritas –Tartufos modernos– que hacen pasar la merma de sus potencias y apetitos vitales por virtud. No han adquirido sabiduría alguna: sucede, simplemente, que han perdido sus garras y colmillos. Como por ensalmo, los fornicadores de antaño se convierten en predicadores y fiscales de la moral pública. La sophrosine, la temperancia, la beatitud coincide en ellos –¡oh prodigio!– con la disfunción eréctil. Es una sincronía que debería movernos a suspicacia.
Un mal día, Tartufo descubre que todas las mujeres que desea podrían ser hijas o nietas suyas. En lo sucesivo deberá prodigar sus miradas clandestinamente, tal el delincuente que fragua su próximo crimen. Ahora es un venerable patriarca, y debe actuar como tal. En este aciago punto de inflexión, el hombre tiene que abjurar de la ética “del cazador”, para asumir la ética “del pater familias”.
El antiguo espadachín se convierte en moralista, sermoneador de pacotilla y alguacil de la sexualidad pública.
Cuanto más ferozmente cultivara la depredación, tanto más rigorista y paranoico será en la vigilancia de la libido ajena. El tigre decrépito conoce lo que pasa por la mente de los felinos jóvenes y sedientos de placer.
¡Qué conversión tan acomodaticia y oportuna: adalid de la moral en el umbral de la chochez! ¡Sea James Bond mientras pueda… luego asuma su rol de Torquemada, y castigue en los demás las trapacerías que usted cometió, cuando pecar era una opción, y no la trágica imposibilidad que es ahora!
El autor es pianista y escritor.