La última película de Martin Scorsese, Silence, no deja de ser intrigante: tantos interesantes argumentos no desarrollados, ni aprovechados y, por lo tanto, privados de toda provocación. Sentía curiosidad por el título, la película es explícita luego en su significación: el gran silencio de Dios.
Una temática que nos resulta conocida, sobre todo después de Auschwitz, cuando la filosofía y la teología existencialista la asumieron como materia privilegiada.
Si bien no podríamos decir que el silencio de Dios hubiese sido la temática fundamental en las sociedades de la Contrarreforma, el cine y la literatura se pueden extrapolar de las coordinadas históricas para concentrarse en la transmisión de un mensaje. La pregunta que surge, entonces, es: ¿cuál es el sentido de lo que se quiere comunicar?
La trama narrativa es la que guía la respuesta, manifestada en la película por los diálogos y monólogos de los personajes. Scorsese nos hace entrar en el mundo interior de un sacerdote jesuita, el único personaje del cual conocemos sus pensamientos, sea porque en ocasiones lo vemos actuar mientras su “voz escrita” (la de las supuestas cartas que escribe a su superior en Portugal) o su oración hacia Dios se convierten en el telón de fondo interpretativo de lo que sucede alrededor.
De los demás, solo conocemos sus acciones y sus palabras en diálogo con otros. De esta manera, toda la trama gira en torno al mundo interno de este sacerdote que, como cualquier otro hombre, tiene pensamientos ambiguos, no siempre acorde con sus acciones.
Punto medular. El mundo interno y las acciones públicas, ese es el punto medular de toda la narración. A veces en evidente contradicción, a veces en perfecta sintonía. ¿Por qué tal separación? ¿Sentido del deber? ¿Obligación institucional? El mundo interno del sacerdote Sebastião Rodrigues, el protagonista, oscila entre la firme convicción de fe y el miedo ante la tortura y la muerte.
Aunque parece convencido de aceptar el martirio, su alma es atacada por la manipulación sistemática de sus adversarios, que se presentan como protectores de la propia cultura y nación.
El tema de los diálogos entre víctima y victimarios se centra en la verdad, entendida por cada parte de manera absoluta y radical. Lo único que hace vencer al victimario son las personas inocentes que no dejarán de ser maltratadas y asesinadas si el misionero no reniega de su fe.
Argumento. La película, por eso, no se detiene en la consideración del martirio de tantos otros personajes secundarios. Si bien al inicio de la película otros religiosos son brutalmente asesinados, lo importante es iniciar la búsqueda del padre Cristóvão Ferreira, del que se supone la apostasía.
El padre Sebastião, junto con el padre Francisco Garupe, parten a Japón para encontrar a Ferreira o para certificar su total fidelidad a la causa misionera. Al final, Sebastião descubre que Ferreira ha abjurado de su fe y se ha convertido en un estudioso del budismo y de la cultura japonesa, e incluso escribe una obra contra el cristianismo.
Así, la última tortura del padre Sebastião es el testimonio directo del que fuera su confesor en su época de formación.
La narración, sin embargo, tiene el cuidado de ocultar la significación de otras voces, aunque esto no resulte evidente. La centralidad del drama interior del padre Sebastião hace olvidar la objetividad de las acciones crueles de los victimarios.
Es cierto que la figura cínica del gobernador Inoue hace pensar en una maldad camuflada de amabilidad, pero su total ausencia en los momentos de tortura lo hace casi un inocente.
Son los esbirros del gobernador los que ejecutan las acciones más crueles y los que más efectivamente usan técnicas psicológicas de manipulación. De esta manera, la voz del mal es acallada y resaltada la voz de la culpabilidad imaginada.
La gran culpa experimentada a nivel psicológico, tiene que ver con la falta de integración de los misioneros apenas llegados al Japón con la cultura local. Pero este es un tema apenas tratado en la película, porque la falta de una comunicación totalmente eficaz a nivel lingüístico no implica la insuficiente elocuencia de los gestos.
Hay muchos actos de piedad popular que se hacen evidentes en la sucesión de las primeras escenas, pero todas ellas son despreciadas después como supersticiones o falsas interpretaciones de la fe cristiana.
Interrogantes. Más de una vez los jefes japoneses afirman que la fe cristiana es un peligro para el Japón, pero nunca dicen por qué. Luego se habla de la tendencia imperialista de Portugal, España, Inglaterra y Holanda, pero nadie explica la razón por la cual los holandeses, años después, eran los únicos que podían comerciar con los japoneses, si bien los vestidos típicos de los reformados protestantes harían suponer que se trataba de una cerrazón hacia los países católicos.
Con todo, el tema del imperialismo, las relaciones entre religión y poder político, o bien las explicaciones de por qué el pueblo humilde se convertía, mientras que las élites instruidas por los misioneros no lo hacían, queda en el vacío de la narración.
¿Era todo un asunto de poder? Repetidamente se dice que los campesinos mueren mártires, no por su fe, sino por ser fieles a sus líderes religiosos. Por eso, la opción de las élites fue la de buscar la apostasía de los sacerdotes, para que los pocos cristianos que quedan simplemente terminaran por desaparecer.
¿La persecución se dio por motivos de hegemonía político-religiosa? Nada se dice al respecto, pero abjurar la fe parece ser la manera más racional de actuar, para evitar las muertes. ¿Deberíamos deducir que la sumisión al poder opresivo y destructor es la única salida posible para lograr la paz, al menos aquella personal?
Muerte. La tortura, sin embargo, no termina con la apostasía. Los sacerdotes que abjuran de su fe continúan siendo, una y otra vez, sometidos y obligados a aceptar su transformación personal dirigida por los lideres japoneses. Pierden sus nombres occidentales, sus costumbres, su singularidad, aceptando participar voluntariamente en actos “formales” de humillación.
Hasta que llega, inevitable, la muerte del protagonista. Allí el espectador se pregunta qué era mejor, si vivir en la libertad de las propias convicciones y enfrentar la muerte, o aceptar la aniquilación de la propia persona.
En efecto, en algún momento, en un diálogo entre los dirigentes japoneses acerca del padre Sebastião, se afirma que él sucumbirá porque es tan orgulloso como los otros. Pero, al final, la culpa de todo se adjudica al silencio de Dios.
Una escena es particularmente importante para comprender la lógica de la película. Cuando el padre Sebastião sucumbe, él tiene que pisotear una imagen de Cristo que padece la humillación de los soldados.
Allí se escucha una voz, que no se sabe si es de Cristo o una invención del padre, pero que lo empuja a aceptar el pacto con el gobernador para salvar a los campesinos que eran torturados.
La voz afirma que lo importante era que Cristo hubiese sufrido, el dolor de las otras personas queda en segundo plano.
La verdad de nuestro mundo no es esa, no es cierto que con la abjuración se construye la paz. ¿Dónde se encuentra la libertad? Nos preguntamos. ¿Es posible construirla, es posible adherirse a su causa? O, tal vez, estas preguntas es mejor no hacerlas y guardar silencio sea mejor para no asumir sobre los propios hombros la responsabilidad de la historia.
En fin, parece que nuevamente olvidamos que no somos islas, somos parte también de un pueblo y tenemos responsabilidades con él. La primera de ellas es ser lo suficientemente valerosos para llamar al mal por su nombre y no dejarnos someter a su corrupta mentira.