Un viejo dicho afirma que “segundas partes nunca fueron buenas”. La cosa viene de lejos –siglo XVII más o menos– y fue aplicada a las artes en general. Muy trajinado resultó el caso del Quijote, apunto: las dos entregas (en 1605 y 1615) agitaron las aguas de un debate que aún sigue igual. En cine, habría que anotar algunos ruidosos castigos públicos a varias segundas partes de películas como Fiebre de sábado por la noche, Hombres de negro, Bajos instintos, Piratas del Caribe y otras que, desde 1960 a la fecha, provocaron una escalada de opiniones y delirios.
Pero, después de leer Búsquedas de la felicidad: la comedia hollywoodense del rematrimonio, de Stanley Cavell, es imposible omitir un juicio sobre el viejo refrán porque el profe de Harvard concluye que no solo en cine sino también en la vida y el amor “siempre es mejor la segunda parte que la primera”.
Cavell analiza siete comedias filmadas entre 1934 y 1949: Sucedió aquella noche (Frank Capra), Las tres noches de Eva (Preston Sturges), La adorable revoltosa y Ayuno de amor (Howard Hawks), Historias de Filadelfia y La costilla de Adán (George Cukor), La horrible verdad (Leo McCarey).
El escrito asomó por las aulas universitarias hacia fines del siglo XX aunque al cabo produjo una ininterrumpida y fructuosa polémica que todavía no es pretérito y de la cual pueden participar usted y su computadora.
¿Y cuál es la punta de lanza de Cavell en su desarrollo? Muy simple, todas estas cintas tienen una pauta común, un aire vivencial de familia: en todas se trata de una pareja que no tiene hijos y en la que por lo menos uno de los dos es rico, emprende una aventura que se inicia con el divorcio y culmina con una nueva boda.
El autor llama a tal punto de quiebre “rematrimonio” y extrae de aquí la luz de una educación sentimental que se quedó a medias.
Metamorfosis. El rematrimonio es un espacio donde la felicidad conyugal es posible, dice Cavell: “Es que la segunda unión facilita un estado más profundo y avanzado que la primera, ya que es simultánea con un esclarecimiento del sentido mismo de los lazos maritales” –continúa– porque como ya lo advierte Milton “una conversación variada y dichosa es el fin principal y más noble del matrimonio”, algo que los protagonistas de las comedias en cuestión (Cary Grant, Katherine Hepburn, Barbara Stanwyck, Clark Gable…) practican mucho y en la que un tema recurrente es la propia realidad amorosa que ellos disfrutan. Secretos y necedades, dirán algunos, sí, pero secretos y necedades que generan una distendida, juguetona intimidad.
Los filmes seleccionados por Cavell coinciden incluso en el aspecto formal: el ritmo veloz y constante, un tono ligero o medianamente disparatado y el desarrollo natural de las cosas por encima del crecimiento dramático explican la alegría de la acción.
Cierto crítico bautizó el subgénero con el nombre de screwball que, dentro del argot del béisbol, se refería al lanzamiento de pelota con un efecto especial que despistaba al bateador. Un extraño hecho, un zigzagueo… ¡y ya!
Imaginemos luego por qué esta expresión no se convirtió en una bala perdida y resiste firme a las mutaciones del tiempo.
El deseo de felicidad. La cultura norteamericana, lógico, se halla sustentada por convicciones públicas directas; no obstante, en turbios momentos, estas suelen volverse tácitas y jugar de incógnito.
Si uno, dentro de esa nube, se dispone a volver a las fuentes, podría expresar lo que importa en un solo enunciado: “Cada ser humano se halla en la tierra para buscar su felicidad individual”. Afirmación que, conforme al protestantismo fundador de la nación, nos lleva a admitir que la legitimidad de la alianza hombre/mujer no proviene de ninguna función social y religiosa específica (por ejemplo, la idea católica de familia).
¿Y cuál es el aporte del heptágono de películas a este retorno a los orígenes? Nada menos que la idea-fuerza de que la legitimación del matrimonio depende de la pareja, del deseo locamente cuerdo de ser feliz.
A un ciudadano no se le pueden proponer instituciones que los hagan desgraciados –parecen recordar Capra, Sturges, Hawks, Cukor y McCarey–; y si esto sucediera, debe existir la posibilidad de una clara corrección. El divorcio, así, podría verse como una manera aceptable de reanudar el camino hacia la dicha.
El texto de Cavell no solo se limita a registrar el fenómeno; por el contrario, sostiene que el cine fue el medio que nos puso frente al problema con la mayor agudeza y acaso el único que tuvo el coraje suficiente de no retroceder ante sus dificultades.
De paso, y en letra menor, el libro resucita el tema de la felicidad como la segunda parte de una lucha capaz de abrir promesas.
El autor es escritor.