Quienes sostienen que la guerra es un instinto, parte de nuestra dotación genética, biologismo puro, olvidan que toda la gestión de eso que llamamos “civilización” ha consistido, precisamente, en divorciarnos del estado de natura y en la supresión (sublimación, elaboración, transformación) del instinto. ¿Que ello ha generado “malestar en la cultura” (Freud)? Concedido. Pero forzoso es convenir en que “malestar en la cultura” es preferible a estar dándonos mazazos por la cabeza.
Lo propio de la civilización ha sido justamente eso: disciplinar el instinto. Tomarlo como materia prima, como energía primal para elaborar productos culturales más o menos valiosos. Un trabajo de “alquimia histórica”: transformar el clamor de las vísceras, del primate que llevamos dentro (dominar, copular con todas las féminas o machos del clan, asesinar al espécimen alfa y usurpar su poder, asegurar la alimentación, ahuyentar con los rugidos u orines a los rivales), en constructos culturales complejos y simbólicos.
Política y deporte. Propongo dos ejemplos, en áreas particularmente pugnaces. Primero: la política. No es, de ninguna manera, armonía, conciliación, beatitud, consonancia. Es guerra ideológica, combate, confrontación de posiciones. Disonante, chirriona. Una lucha por el poder –y la ciencia que estudia las maneras de administrarlo–. Los hay que contra-argumentarían: la política es la más alta expresión de la vocación de servicio, y demanda tremendos sacrificios personales en aras del bien común, la postergación de mi propio bienestar para luchar por el de los demás. Es posible. Pero, de nuevo: para poder servir –de manera masiva y eficaz, desde una instancia de autoridad–, tenemos que comenzar por copar el poder. La política se propone, en primer lugar, como una “guerra civilizada”, una contienda (la expresión “contienda electoral” es, de hecho, un lugar común lingüístico).
Segundo ejemplo: el deporte. Salta a la vista todo cuanto en él hay de bélico. El “ citius , altius , fortius ”, lema de los juegos olímpicos, formula de manera socialmente aceptable lo que puede traducirse como “quiero prevalecer”. Una expresión más de la “voluntad de poder” nietzscheana. “Quiero ser campeón, imponerme, ser el más fuerte, el más veloz, el más hábil”. Para que haya ganadores, tiene que haber perdedores.
Ganar el Campeonato Mundial de la FIFA supone dejar tendidos en el camino a siete rivales. El deporte no es clemente ni compasivo. El futbolista, en el terreno de juego, deberá acatar las normas básicas de la caballerosidad y del fair play , ¡pero no puede ser víctima de un acceso de compasión por su rival y regalarle el partido! El trofeo solo puede ser de un equipo. Ello significa que el gladiador deberá “matar” simbólicamente a sus contendientes. En efecto, un equipo que le inflige a otro una goleada, lo “asesina” simbólicamente. Le dice: “Esta copa será mía, no tuya”. Una paliza electoral y una goleada son actos supremamente violentos: no tiene caso engañarnos al respecto. Pero es una violencia depurada, elaborada, pautada, contenida, protocolizada.
Genealogía de la guerra. Conocemos la historia: una inmemorial genealogía de la guerra. Ninguna guerra, jamás, solucionó realmente nada. Cada guerra promete ser la última, la “guerra de las guerras”, “aquella que había de venir”. ¿Quién, a estas alturas –o bajuras– de la vida, puede creer en tal cosa? Las guerras se imbrican unas en otras, en una siniestra sucesión, un cortejo sin fin y sin propósito. Cada guerra no hizo sino diferir, postergar, heredar a las generaciones futuras las heridas aún supurantes de quienes vivieron los anteriores traumas históricos.
La Revolución francesa engendró las campañas napoleónicas, que engendraron la revolución en París de 1848, que engendró la guerra franco-prusiana de 1871, que engendró la Primera Guerra Mundial, que engendró la Segunda Guerra Mundial, que engendró la Guerra Fría, que engendró la guerra en Afganistán, que engendró la latente guerra que, hoy en día, confronta los mundos musulmán y occidental… Y así seguimos, en una especie de macabro génesis: cada generación toma el relevo del odio, y estalla cíclica e inexorablemente, con periodicidad alarmante y perfectamente predecible.
¡Amigos, amigas: si la guerra hubiese sido la solución, ya no habría guerras! ¡La existencia de la guerra aún, y siempre, prueba justamente su inoperancia, su fracaso como gestión, su ineficacia para resolver conflicto alguno! Si la guerra fuese realmente un remedio, no habríamos tenido, en la historia de la humanidad, otra cosa que el asesinato de Abel por Caín: ahí habría finalizado todo.
Así, pues, optamos por la paz. La elegimos libre y conscientemente –un adverbio conlleva el otro–. Desde que el Tigris y el Éufrates “inventaron” la civilización, nos tomó 8.000 años crear la ONU, el Premio Nobel de la Paz, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Demasiado tiempo –¿no creen ustedes?– para, por fin, entender que no debemos canibalizarnos unos a otros.
Coexistencia. El homo sapiens sapiens (“hombre que piensa”) recorre los caminos de la Tierra desde hace unos 60.000 años. Nació en África, y ha llegado a la Antártida, al Ártico, la cima del Everest (8.884 metros de altura sobre el nivel del mar), la fosa de Las Marianas (10.923 metros de profundidad)… y la Luna (385.000 kilómetros de distancia). Lo menos que podemos decir, para ser benévolos con nosotros mismos, es que ese “hombre pensante”, capaz de resolver ecuaciones de segundo grado, no ha logrado resolver el infinitamente más perentorio problema de su coexistencia. El mundo es un barquichuelo en permanente inminencia de naufragio, donde nos apretujamos, irritados y reacios a ceder un milímetro de nuestro espacio, 7.000 millones de criaturas humanas, iracundas y amedrentadas.
Crimea, Irak, Gaza… nos están dando una nueva oportunidad. Vuelven a rodar los dados. ¿Ha ido nuestro crecimiento científico y tecnológico de la mano de un correlativo crecimiento ético, de una evolución significativa en el arte-ciencia de la convivencia? ¿No somos más que australopitecos armados de ojivas nucleares? Estamos por verlo.