La noticia de la muerte del escritor argentino Ricardo Piglia –6 de enero, Buenos Aires– no fue solo un hecho literario que toca a su país. Afectó, por cierto, a cada compatriota, pero sacudió también a los públicos de América Latina y el mundo que lo vieron trajinar fronteras y abrir diálogos, dejando un rico legado en el vasto territorio de la ficción, la crítica, el ensayo, el guion cinematográfico y televisivo, aparte de los frutos de su labor pedagógica ejercida desde la calle a la academia o de las clases abiertas al encuentro y debate informal con quienes lo leían.
Todo lo hizo, Ricardo, a su manera, una manera apasionada, insistente, que ya perfila el centro de su obra: “Ahora las cosas se me diluyen, lejanas, y parece lo más natural que anoche hubiera sucedido hace muchísimo tiempo, que anoche y hoy mismo estuvieran antes que aquella tarde...”, nos dice en Tierna es la noche (1979), una protesta contra la falta de lógica de las cosas que el narrador busca torcer en un acto de negación extrema, borroneando el tiempo… la misma vida.
La vida que, alineada por calendarios y relojes, articula y deconstruye lo que llamamos drama, una inesperada situación que progresa hacia lo irreparable, un mecanismo que modula cualquier voz aunque todavía deja hablar, si nos fiamos de un hipotético futuro que no veremos; y esto es lo que guía los primeros pasos de la escritura de Piglia, vigente ya en sus añejos Diarios confiados a Emilio Renzi y que él fue amontonando cuaderno tras cuaderno a partir de 1957 hasta aquí: una verdadera cacería de anécdotas que escapan y de rarezas, ansias y fisgoneos que obviamos al pasar.
Esta colaboración con su otro yo (“persona” que lleva el nombre de su padre y el apellido materno) le permitió a Piglia de algún modo alargar su historia, retener la palabra extraviada, seguir la marcha de los acontecimientos mínimos y fugaces, objetar la continuidad de lo disperso. Solo se ha publicado el primer tomo de los Diarios de Emilio Renzi a fines del año pasado, un aperitivo de los que vendrán.
Los escritos y los días. Nos conocimos, Ricardo y yo, en la universidad. O más precisamente en el comedor universitario que, con sus largas filas, servía para la camaradería fácil: comer entonces era un placer y agradecíamos que el estómago y el humor joven coincidieran a mediodía y a la nochecita bajo un mismo techo.
La entrega de Piglia a la literatura, secreto a voces, y nuestra inmediata amistad hizo el resto: un día se me apareció con unas páginas escritas a máquina. Me traía un cuento – La honda – que sin una coma más ni una menos integraría después las muchas antologías de su obra.
Prosa rápida, cortante, libre de inútiles explicaciones, La honda entra de lleno en una temática maldita –la delación–, algo que reclama igualmente una conversión al lenguaje de la calle. Un lenguaje duro, brutal y directo para una realidad ídem.
Casi veinte años después, cuando leí Respiración artificial (1980), entendí por qué aquel cuento iniciático casi (me refiero a La honda ) implicaba una elección entre dos opciones literarias. Transcribo del libro las palabras de Emilio Renzi a un escandalizado Marconi:
No se preocupe, Marconi, dijo Renzi, ya no existe la literatura argentina.
¿Ya no existe?, dijo Marconi. ¿Y desde cuándo?
En 1942, dijo Renzi. Con la muerte de Arlt. Ahí se terminó la literatura moderna en la Argentina, lo que sigue es un páramo sombrío.
¿Y Borges?
Borges, dijo Renzi, es un escritor del siglo XIX. El mejor escritor argentino del siglo XIX.
Fuerte, ¿no? Pero, si el lector gira a la par de este ciclo de afirmaciones y controversias, hallará que ninguno de sus varios relatos es decisivo aunque todos son necesarios y que la trama de Respiración artificial dibuja un calidoscopio que fulgura y se oculta y halla por fin en el contrapunto de “Mi lucha” de Hitler y los escritos de Franz Kafka su crisis mayúscula.
El último lector. La utopía de Macedonio Fernández, reconocido maestro de Piglia, era escribir una novela en la que el lector fuera leído, invirtiendo las reglas del juego, obsesión que bajo una u otra forma Ricardo se llevó de La Plata a Buenos Aires durante la década en que intimó con la literatura norteamericana.
Como él admite, empezó por Scott Fitzgerald, después Hemingway y Faulkner y aterrizó en el piso de la novela dura, hard boiled –Hammett, Chandler, MacCoy y otros–, llegando a dirigir la Serie Negra de la editorial Tiempo Contemporáneo.
Esta etapa, fértil y productiva, le surtió de nuevos registros narrativos y su curiosidad inteligente, sumada a una cierta seducción por los proyectos a menudo riesgosos, agudizaron sus reflexiones sobre la escritura y la lectura.
Por ejemplo, un hombre (la fantasía pertenece al cuentista y dramaturgo ruso Antón Chéjov) va a Montevideo, apuesta lo que tiene en el casino, gana un millón de pesos, vuelve a su casa, se suicida. Una fantasía anómala, fascinante, no escrita por nadie aún, que atrae de golpe su atención. Pero no se trata de convertir esta microhistoria en un relato: demasiado simple.
Piglia imagina cómo la escribiría Hemingway.
Más o menos así: iría narrando la partida y el ambiente que la rodea, el juego y la técnica de los apostadores, el tipo de bebida que consumen, escribiendo como si el lector ya supiera el final.
Porque, y esto lo demostró en Nick Adams, su obra de aprendizaje, cada relato contiene una entrada y desarrollo visible, explícito, y uno oculto hecho de signos y de referencias menores que se vinculan con el principal mediante rodeos, elipsis, insinuaciones. Un cuento siempre son dos cuentos; y el final está listo cuando el secreto emerge de unos pocos datos.
De ahí que el ejercicio de la lectura sea una especie de misterio, un entre nos . El escritor, al darle al lector un nombre y una historia, lo integra en su narración particular; y ambos participan de un interés común, sea que hablemos de nosotros mismos o de la inmortalidad del cangrejo.
Un interés común que se despliega con lentitud, como dijera Wittgenstein, el filósofo; y en el cual tiene grandes ventajas quien puede correr más despacio. O aquel que llega último a la meta.
Gracias, Ricardo. Y que te alcancen nuestras buenas ondas, estés allí donde estés.
El autor es escritor.