Si cabía alguna duda sobre la urgente necesidad de reformar radicalmente la Ley Tutelar de Menores, la noticia, publicada por La Nación del primero de noviembre de 1995, en su página 10A, de que se liberó, en acato al Artículo 38 de esa ley, a un presunto corresponsable de la muerte de dos personas en las calles del centro de la capital, ocurrida en la noche del 15 de setiembre, pues el sospechoso había cumplido 18 años unas pocas semanas después de ser arrestado, tal duda queda, a mi juicio, totalmente disipada gracias a este ejemplo escandaloso de impunidad. Solamente ideólogos víctimas de un particular y extremo dogmatismo podrán todavía negar que las cosas han llegado a un punto en que agotan la paciencia de la gente, con todos los peligros para el imperio de la ley que este agotamiento implica.
Se argumentará que los jóvenes que conforman las pandillas que azotan nuestras calles son el producto de condiciones sociales marginales, de hogares rotos, de padres alcohólicos o drogadictos, incapaces de inculcar a sus hijos valores que ellos mismos no poseen. Todo eso es probablemente cierto, aunque el argumento según el cual la pobreza es la causa del crimen, no aguanta el menor análisis comparativo. Pero dejemos eso a un lado.
El hecho fundamental es que la sociedad tiene la obligación ineludible de defender a sus miembros aquí y ahora, no en un futuro utópico, mientras que cualquier estrategia de desarrollo socio-económico que apunte a una reducción significativa de la pobreza no obtendrá resultados sustanciales sino a mediano o, aun, largo plazo. Mientras tanto, no se puede pretender que la ciudadanía acepte franciscanamente, con la excusa de la pobreza de los agresores como justificación, una situación de inseguridad que va más allá de lo tolerable. Si bien la cárcel no es la panacea para los peligros de la delincuencia, lo que sí es cierto es que el agresor que se encuentra detrás de rejas no podrá agredir, desde ahí, a ciudadanos inocentes.
Se argumenta, también, haciendo gala de un sociologismo simplista y obsoleto, que el transgresor es producto de la sociedad y que, por lo tanto, no se le debe culpar a él sino a la sociedad que lo produce. Esta teoría, que concibe al ser humano como un robot que carece de cualquier responsabilidad por sus acciones antisociales, posee un complemento lógico que es convenientemente ignorado por quienes la proponen con el fin de eliminar la culpa del criminal: Si quien viola la ley no debe ser castigado, pues sus acciones son la responsabilidad de la sociedad en que creció, quien respeta la ley y no comete delitos carece de todo mérito por su conducta, pues él es también producto de esa misma sociedad. Al eliminar la culpa se elimina igualmente la virtud, o como se la quiera llamar. El legendario psicópata y Fray Casiano pasan, ambos, a ser robots sociales, sin responsabilidad ni mérito. Lo mismo se puede decir de Hitler y la Madre Teresa, ambos "productos sociales" sin libre albedrío ni control sobre sus acciones, buenas o malas. O, lo que quiere decir, en el fondo, lo mismo, ¡lo que es bueno para el ganso es bueno para la gansa!
Volviendo a nuestros menores delincuentes, repito lo que ya dije en otra ocasión, sin perder la esperanza de que sea tomado en cuenta por los encargados de reformar la ley de marras: La plena responsabilidad penal debe depender de la gravedad del delito y no de la edad de quien lo comete. Lo que sí es indispensable es, en primer lugar, mantener separados a los criminales adultos de los menores y, en segundo lugar, el establecimiento de centros en donde los menores responsables de actos particularmente graves puedan recibir tratamiento que tenga como objetivo su rehabilitación, cuando la misma sea del todo posible, lo que, con toda seguridad, no lo será en todos los casos, por más que nos duela. Lo que es absolutamente inaceptable en la ley vigente, es el "borrón y cuenta nueva" de su Artículo 38, que carece de cualquier justificación científica o de protección de derechos humanos.