Según el VI Censo Nacional Agropecuario, efectuado en el 2014, en Costa Rica 80.987 fincas son administradas por personas físicas —84,4 % por hombres y solamente 15,6 % por mujeres—, cuya edad promedio es de 53,8 años. Esta población se caracteriza por tener niveles bajos de escolaridad (educación básica o inferior), y, en consecuencia, poco contacto con procesos formales de aprendizaje en edades adultas.
Estos datos vienen a corroborar una realidad que ya algunas organizaciones del sector habían advertido: el envejecimiento de la población productora. Una situación que tiende a agravarse si consideramos factores como el escaso dinamismo comercial que presentan la mayoría de los productos agropecuarios (a excepción de aquellos estimulados por la agroexportación) y la permanente expulsión de jóvenes del medio rural al urbano.
Pues si bien muchos de ellos logran mantenerse dentro del sistema educativo y continuar su etapa de formación hasta los niveles superiores, resulta claro para todos que su regreso está seriamente comprometido debido a la falta de oportunidades sustantivas en los territorios rurales.
Esta situación acarrea múltiples problemas. En primer lugar, la pérdida de capital humano representa una amenaza a la capacidad de los territorios rurales de articular dinámicas sostenibles en torno al fomento productivo y el desarrollo local. En segundo lugar, si se analiza el tipo de estrategias de extensión y transferencia agropecuaria ejecutadas en las últimas administraciones en relación con la escasa disponibilidad de personal capacitado en las organizaciones productivas rurales, existe una brecha de adecuación entre las demandas de conocimiento y el tipo de respuesta institucional que se brinda.
Esta última, al estar basada en un fuerte componente tecnológico no siempre alcanza los niveles de absorción esperados entre los productores de mayor edad.
Nuevo papel. Por ende, es necesario avanzar en la búsqueda e identificación de formas creativas para estimular a los jóvenes a que sean partícipes en los procesos de creación de competencias rurales. Sugerir que la poca (o nula) integración de los jóvenes rurales a las actividades agropecuarias se debe principalmente a su falta de motivación no solo es una observación aventurada, sino que también contribuye a obviar las causas estructurales que los empujan a preferir otras actividades laborales, por ejemplo en el sector servicios.
La ausencia de un abordaje integral para brindar solución a las complejas situaciones que enfrentan los jóvenes en los territorios rurales se debe en parte a la debilidad institucional que presentan nuestras organizaciones, la cual debilita la cohesión social y no genera incentivos suficientemente atractivos para una inclusión de los diferentes grupos sociales.
Para superar ese obstáculo, es urgente la articulación de acciones conjuntas entre entidades de Gobierno, el sector privado y las organizaciones educativas. También es necesaria la construcción de procesos participativos con las comunidades en estos territorios. Procesos, en todo caso, enmarcados en agendas sectoriales y no solo actividades sin ninguna clase de seguimiento ni vinculación entre sí.
Unidad. Organismos públicos, como el Ministerio de Agricultura y Ganadería y el Instituto de Desarrollo Rural deben aunar esfuerzos con otras instancias para mejorar las iniciativas de organización juvenil, emprendimiento y asociaciones, si se aspira a reducir la pobreza rural y garantizar un ingreso digno a las familias. Sin olvidar, claro está, que el logro de estos objetivos debe promover también el fortalecimiento de la identidad cultural y la participación cívica.
La introducción de programas con perspectiva joven y de género para promocionar el desarrollo agropecuario y rural debe ser parte constitutiva de una propuesta metodológica de mayor alcance. Debe ser una estrategia de acompañamiento para impulsar el trabajo colaborativo con productores y organizaciones locales, superando de esta manera el enfoque instrumental que considera a estos colectivos como actores pasivos o usuarios acríticos de las estructuras de apoyo.
El autor es investigador del Centro Internacional de Política Económica de la Universidad Nacional.