Pertenezco a esa generación que anda alrededor de los cuarenta. Soy nieto de la Revolución del 48, pero, como muchos, estoy convencido de que votar es escoger a quien desde la conciencia consideramos que hará lo mejor para el país. No importa por quién vote: siempre habrá en el cielo un abuelo que reniegue.
En la campaña electoral, que aún no termina, me limité a ver los debates presidenciales y, ahora, a leer comentarios en las redes sociales de mis amigos de generación. Confieso que he sentido rabia e impotencia porque el nivel de la discusiones es muy pobre y deja de lado los grandes temas del país que, al final, se sustituyen por discusiones estériles sobre estar a favor o en contra del aborto; de las uniones civiles de personas del mismo sexo; sobre quién es sospechosamente corrupto o no; sobre si algún candidato era “come chiquitos” o “vende patrias”.
Ahí se estacionaron las discusiones y aunque algunos son temas importantes, muy pocos tocaron el punto sobre cómo abordar los grandes problemas nacionales: fortalecer la educación, reducir el déficit fiscal, generar más y mejores empleos en las zonas rurales, disminuir la pobreza y la desigualdad, son solo algunos ejemplos.
Sentí rabia e impotencia con la gente de mi generación y con otros que no pertenecen a ella. Esos que tienen como pasatiempo usar las redes sociales para crear caos, criticar todo e insultar cobardemente escondidos detrás de un avatar cibernético. Son ataques gratuitos para quienes decidieron entrar en la vorágine de la política con la idea de aportar y de construir.
Reflexiones. Esas prácticas dañinas y que roban la paz, solo han logrado alejar a las mejores personas de los gobiernos y esto es un flaco favor para el país. Hoy, luego de casi 20 años en la función pública, comparto unas reflexiones con gente de mi generación y de otras que se identifiquen con ellas, al fin y al cabo, todos queremos un mejor país para nuestros hijos.
No critique, proponga. Si identificó un problema, no se quede ahí: presente una solución, y si no la tiene promueva una discusión de ideas para resolverla. Las discusiones objetivas construyen; la crítica malsana, destruye y atrasa. Que la edad larga o corta, no sea la excusa para degradar el debate.
Si no va a hacer, deje que otros lo intenten. Si ya decidió que no quiere o “no le toca” buscar soluciones, apoye el que otros lo hagan y preste el hacha para que trabajen. Pararse en la manguera no ayuda.
Si va a insultar, piense en su familia. Es muy pobre la discusión que se basa en atacar el nombre de alguien para no debatir con ideas. Las discrepancias deben ser ideológicas no de insultos personales, que siempre terminan afectando injustamente a las familias.
No generalice. No todos quienes estamos en el Gobierno somos corruptos y vagos. Pero a quienes sí lo son, debe probárseles más allá de las palabras. Ciertamente, quienes cometen actos ilícitos deben pagar por ellos; para tal cosa existe la ley, no el chisme. Eso sí, no pierda de vista el trabajo y la mística de miles de funcionarios públicos que se esfuerzan por este país, porque eso aleja a la gente realmente buena, y luego vienen los no “tan buenos”.
Ocúpese. La preocupación por el país no es de cada 4 años, es de todos los días. Pregúntese qué está aportando (además de escribir sin reparo en cuanta red social se le atraviese en el camino, por ejemplo) y si le cuesta responder, reflexione porque, entonces, algo anda mal con su forma de “construir patria”.
Gobernar el país no es fácil. Tenemos un Estado atrofiado y burocrático hasta los dientes, que a veces premia a quienes no hacen ni asumen nada. Aún así, estoy convencido de que con planificación, perseverancia y un equipo de trabajo apto, siempre se obtienen resultados.
Hoy, después de muchas negociaciones dentro y fuera del país y de haber trabajado en cinco Administraciones, soy un funcionario público y llevo ese título siempre con mucha honra y la frente en alto, aunque algunos piensen lo contrario.