El pasado 13 de diciembre, al mediodía, caminé por la ciudad capital. Durante unas tres horas, fui desde las inmediaciones de la recién rescatada Botica Solera, en Barrio México, donde dejé mi carro reparando, hasta la avenida central, y viceversa. Fue así como, en mi condición de profesor universitario jubilado, hice uso de mi derecho a dedicar un rato para vagabundear en horas laborables, observando, recordando y disfrutando.
Al caminar, contrasté de memoria algunas cosas y vino el recuerdo de mi papá quien, a veces, contaba sus peripecias de cada semana, allá en los años cuarenta, cuando iba a San José para vender leña, negocio al que se dedicaba para darle sustento a nuestra numerosa familia. Él reconocía que su carreta y su yunta de bueyes representaban una ventaja que otros no tenían porque le permitían recorrer, en las madrugadas, los diez kilómetros de barrialosos caminos desde Los Ángeles de Santo Domingo hasta el centro de San José, donde negociaba con regateos su preciada carga. Además, medio sabía leer, escribir y hacer algunas cuentas porque había llegado hasta tercer grado.
“Tengo que irme temprano -decía mientras enyugaba sus bueyes- para llegar antes de que se empiece a complicar el tránsito” (con los abundantes carretones tirados por caballos, flacos animales que iban dejando sus aromas esparcidos por toda la ciudad).
Recordé, también, que de niño por la época navideña, me llevaban a la capital. Caminábamos por los potreros, cruzábamos el río Tibás como mejor podíamos (si estaba muy crecido había que dejar el viaje para otro día), seguíamos por San Miguel hasta Moravia y, luego, a Guadalupe, donde tomábamos el tranvía que cruzaba toda la ciudad hasta la estatua de León Cortés.
Los propios pasajeros le daban vuelta girándolo a mano en una plataforma, para que pudiera volver, casi de inmediato, por el paseo Colón. Así, brindaba un excelente servicio que se suspendió en1950, durante el gobierno de Ulate, cuando ya empezaban a circular más carros y “cazadoras”, y la gente empezó a ver el tranvía como un anacronismo.
Ir a San José era una experiencia inolvidable porque podían verse “lujos”, personas distinguidas (algunas, hasta con zapatos) y muchas cosas extraordinarias que no existían en el campo. Sin embargo, en los pueblos y también en las ciudades, la gran mayoría de personas vivía sumida en privaciones, dificultades de toda índole y, encima de esto, arbitrariedad y opresión de las autoridades.
Aciagos días eran aquellos; pero no había más que resignarse y tratar de disfrutar aunque fuera contemplando la felicidad de los demás. Porque, aunque no sé cuáles indicadores se usaban entonces para medir la pobreza, estoy seguro de que aquella era mucho más aguda que la de ahora; tampoco sé si el Índice de Gini ya existía… Igual, no hacía falta para darse cuenta de la inmensa desigualdad económica y social que prevalecía.
Vino Don Pepe, ganó la revolución, y las cosas empezaron a cambiar cuando funcionaron con singular eficacia los mecanismos de ascenso social que él y sus colaboradores diseñaron: acueductos rurales, caminos vecinales, unidades sanitarias, escuelas y colegios, electricidad, juntas rurales de crédito agrícola, precios de sustentación, cooperativas etc., en un marco de legalidad, libertad absoluta, justicia social, democracia y respeto al sufragio. Y, además, ¡bendito sea Dios!, todo esto sin ejército.
Ya teníamos nuevos horizontes, esperanza y posibilidades reales de surgir para todo aquel que las quisiera aprovechar, imponiéndose retos con un poco de esfuerzo. El mío pasó por varios aleccionadores episodios: caminatas diarias de ocho kilómetros con varios compañeros para asistir al Liceo de Heredia; duras jornadas, con Manuel Salas, aprendiendo para ser peón agrícola (jornalero); con Carlos Villalobos repartiendo leche; con Paulino Vargas aprendiendo ebanistería; con Manuel Arguello aprendiendo sastrería.
Luego, la lucha por conservar, con buenas notas hasta graduarme, una beca que obtuve para estudiar Agronomía en la UCR. Lo anterior viene a cuento porque ahora se hace creer que es el Estado benefactor (y más específicamente, el Gobierno de turno) el que tiene la obligación de resolverle los problemas personales a cada uno.
La capital hoy. Lo que vi ahora en San José me gustó mucho. En realidad, me viene gustando desde hace varios años porque se nota claramente el resultado de un gran esfuerzo por darle a la capital las condiciones para que sea una ciudad bonita, funcional e inclusiva, donde sus habitantes pueden vivir con dignidad y todos los demás tenemos la posibilidad de venir a disfrutar. No es más, ni por asomo, la sucia ciudad virtualmente sitiada por el hampa, que hace un par de décadas tuvo su peor período.
San José es ahora una ciudad con cierto señorío que convoca al esparcimiento, que tiene una gran actividad económica y una frondosa agenda cultural. Es ahora una ciudad que, inclusive, encanta a los numerosos turistas, procedentes de muchos países, quienes caminan por sus calzadas y alamedas junto con nuestros conciudadanos, sin ocultar su admiración.
Coincidió que, anecdótica y paradójicamente tal vez, el referido viernes tuve la oportunidad de observar cómo un candidato a la presidencia de la República acompañado de unas decenas de jóvenes con camisetas y banderas amarillas, pretendía posicionarse en la remozada avenida central. Efusivo y desencajado, arengaba e intentaba convencer a los transeúntes, presurosos algunos, distraídos y apacibles la mayoría, de las maldades que les ha infringido el sistema político actual, instaurado por “los mismos de siempre”, que son los culpables de la miseria en que vive nuestro pueblo y que están empeñados en perjudicar a los más necesitados.
Justificaba así el político la urgente necesidad de hacer un drástico cambio que nos permita igualarnos con otros países latinoamericanos, en donde hay más justicia porque la pobreza está mejor repartida. Aunque su retórica habrá podido, sin duda, doblegar las débiles voluntades de algunos incautos, la inmensa mayoría, incluyéndome a mí, nos limitamos a observar respetuosamente un acontecimiento que solo es posible en países con democracias consolidadas y libertades garantizadas.
Un poco contrariado por el evento, caminaba de regreso a Barrio México, mientras divagaba observando las condiciones y las actitudes de la gente que me encontraba al paso. La mayoría con muy buen aspecto, alegre, segura y bien vestida, cargando paquetes con sus compras y viendo vitrinas para decidir qué más comprar. Bullicio, caras alegres, niños con futuro, sanos, inquietos, empezando a disfrutar sus vacaciones escolares.
Pero, de vez en cuando, la excepción: el cuadro deprimente que será tal vez el motivo para el reportaje de algún periodista que aún no ha encontrado el tema apropiado para cumplir con sus deberes del día. Tratará, según se acostumbra, de disminuir o anular el grado de felicidad y optimismo que nos invade a la gran mayoría, sobre todo en esta época y en este país. Como resultado, una de las odas a la desesperanza, caldo de cultivo que utilizan los políticos irresponsables para convencer a los votantes de la necesidad de un cambio radical. “Cambia, todo cambia”, cantaba Mercedes Sosa, pero un cambio abrupto e injustificado, equivale a un salto al vacío.
Estoy seguro de que el grado de bienestar que Don Pepe añoraba “para el mayor número” aún no se ha alcanzado. Pero esa ha sido y seguirá siendo, sin claudicaciones, la mayor aspiración de los que nos nutrimos con sus ideales y eso ha fortalecido nuestro espíritu. Con renovados bríos, seguiremos construyendo sólidas bases cimentadas con un moderno liderazgo y apoyados en una institucionalidad adaptada a las circunstancias, para continuar su “ lucha sin fin”.