El pueblo, en particular los jóvenes universitarios, protestan violentamente en las calles como no lo hacían desde hace muchas décadas.
La popularidad del Gobierno ha caído por los suelos, y particularmente la de la presidenta (la primera mujer en ocupar tan alto cargo), quien mejor no asiste a los estadios de fútbol, como alegremente hacía en campaña, por temor a ser abucheada.
Las quejas populares parecen venir de todos los frentes, pero en particular se centran en que la economía del país muestra signos de estancamiento, hay enorme frustración por la calidad de los servicios públicos y la corrupción (e impunidad) que impera en la clase política.
En estas condiciones nadie está dispuesto a pagar más impuestos, ni a confiar en los políticos, ni a aceptar aumentos en las tarifas de buses ni nada por el estilo.
La presidenta dice que acepta la crítica social, y las protestas, siempre y cuando sean pacíficas, pero las que se dan en las calles no lo son. Sintiéndose un tanto débil, dispuso tomar un avión e ir a buscar consejo, sobre qué hacer, de políticos amigos de mayor experiencia en estas cosas. No sé sabe qué resultará de eso; ni siquiera si sabe tomar consejo.
Con el gran acceso a los medios de comunicación social modernos (por ejemplo, Facebook y Twitter) que la ciudadanía ahora tiene, a la presidenta, y al equipo de gobierno que le queda (algunos miembros han renunciado por cargos de corrupción), le resulta difícil calmar los ánimos.
Los mensajes, con mucha frecuencia vacíos, que emiten los políticos no parecen satisfacer a la ciudadanía.
La alegría del fútbol, y de los buenos resultados que a la fecha ha logrado el seleccionado nacional, no han sido capaces (como en otros momentos) de calmar al pueblo.
Esto tiene lugar hoy en Brasil.