Los colegios profesionales están facultados para establecer lo que llaman tarifas mínimas. La razón para esta concesión se fundamenta principalmente en proteger al gremio para que no “regale” su trabajo. He escuchado que la intención es evitar una competencia desleal. Suena bonito, pero creo que no se logra el objetivo.
Fijar el precio de un servicio profesional es difícil, especialmente si se es nuevo en el campo. Si la persona cobra mucho, puede que no le den el trabajo. Si cobra poco, puede que trabaje mucho y a lo mejor no le alcance para atender los gastos de la familia.
Hay otros elementos que entran en juego, no solo lo que se dura haciendo el trabajo, sino también la responsabilidad por ese trabajo, las consecuencias de un error y la inversión realizada, entre otras cosas. Así, el profesional verá positivo el establecimiento de tarifas mínimas para los colegas con poca experiencia.
Cuestionamiento. La realidad de nuestra práctica se aparta de este razonamiento. En primer lugar, han dejado de ser tarifas mínimas. Yo diría que tienden más a ser la moda. Algunos de los honorarios indicados por los colegios distan mucho de ser mínimos. Sale más barato emplear a un profesional que pagar esos honorarios mínimos.
En segundo lugar, dejan de ser precios de referencia para convertirse en una obligación y atentan contra la libre competencia con amenazas de sanciones, en caso de incumplimiento por parte de los agremiados, y demandas judiciales para los no agremiados que ofrecen esos servicios (pareciera un oligopolio y la defensa del consumidor tendría algo que decir).
En tercer lugar, siendo más sutiles, las tarifas son establecidas por el mismo gremio, usualmente por colegas de mayor edad que podrían temer la competencia. Si el de mayor experiencia me cobra más y no valoro esa experiencia, escogería al que me ofrece un menor precio. Tal es el caso de trabajos realizados por asistentes, que el profesional sencillamente firma sin revisarlo.
La libre competencia busca precisamente eso. Yo cobro más porque puedo ofrecer más; sino, sencillamente, el cliente busca a otro.
Algunas de las tarifas son porcentuales, lo cual ha creado una distorsión en relación con los profesionales asalariados, que pueden estar haciendo una labor similar a un “precio” sustancialmente menor.
Finalmente, podemos cuestionar la ley que les faculta para fijar estos honorarios, pues estamos dándole a una entidad privada la potestad de fijar un arancel, es decir, a alguien que es juez y parte.
En síntesis, creo que es oportuna una revisión, o al menos una discusión, de la potestad que hemos concedido a los colegios profesionales para fijar mínimos obligatorios para los honorarios de sus agremiados y limitar las posibilidades de los no agremiados de competir.
El autor es subgerente del INS.