Si preguntamos a la gente sobre los delincuentes, no pocos dirán que hay que ejecutarlos sin mayor trámite. La silla eléctrica, el paredón o la horca en plena plaza de la Cultura serían el compendio de soluciones barbáricas. Otros más comedidos se inclinarán por la cárcel perpetua o la lobotomía.
Estas inclinaciones “democráticas” obedecen a una “lógica” bastante ilógica, según la cual, a mayor y peor castigo, menor delincuencia. La profundidad de análisis de quienes así opinan es nula, pues hacen prevalecer los prejuicios sobre los juicios, las creencias por encima del conocimiento y, especialmente, la estulticia sobre la inteligencia.
Lo que es sabido, y se repite hasta la saciedad, es que las fantasías de autoritarismo justiciero que muchos costarricenses defienden –quizás una mayoría– desconocen que el problema, el verdadero problema, no es la delincuencia, sino las causas que la inspiran, conservan y reproducen. La exclusión social, que se traduce en pobreza económica, educativa, laboral e insalubridad, es decir, en olvido, enmarca la experiencia violenta de los criminales que encuentran en el delito su forma de ascenso social, o, al menos, de subsistencia, en una comunidad enferma que les ha negado otros medios –al menos, dignos– para conducirse por la vida y aportar en vez de restar.
Ola peligrosa. Lo peligroso, lo realmente peligroso, es que, a propósito de la endeble legitimidad de la clase política, surja una ola de “punitivismo” que nos coloque a todos los ciudadanos, y no solo a los delincuentes, en una insegura posición en que los poderosos rompan los límites del Estado de derecho, bajo el discurso de atender el clamor popular de una mayor seguridad. Así, los gobernantes, en lugar de educar, complacen con un soterrado populismo que opta por la prisión como respuesta más simplista. Aumento de las penas y desbordamiento de la tipicidad son solo muestras de la irreflexión del legislador y la inconsciencia de cierta prensa que aplaude a los crowd pleasing candidates, que, a punta de cálculo politiquero, suman votos, olvidando razones y valores.
Los resultados son inocultables: un tercio de los reos no cabe, pues, entre el Gobierno anterior y este, la población penitenciaria creció un 80%. Pero, si se desagregan las estadísticas, el problema excede toda proporción civilizada o democrática: solo en la cárcel de San Sebastián, el hacinamiento ronda el 80%, una ironía si se repara en que esa cárcel se inauguró, justamente, para liberar el caos de la Penitenciaría Central, cuya capacidad máxima de 350 plazas estaba hiperexplotada al tener a 1.200 reos. Hoy, el crecimiento penitenciario nacional es de unos 20 nuevos internos por día, sumando indiciados y condenados. Eso es demencial, si se repara en que, del 2008 (cuando se inauguraron los Tribunales Penales de Flagrancia) al 2012, la tasa de encarcelamiento pasó de 218 reos a 302 por cada 100.000 habitantes.
Lo peor es que no se trata de una excentricidad a la tica o de un endemismo criollo. El Reino Unido, Francia y España han duplicado sus poblaciones penitenciarias a una velocidad trepidante que, sin embargo, se queda corta respecto a Estados Unidos, potencia que también campeoniza como el mayor penal del mundo, con poco más de 700 presos por cada 100.000 habitantes. Solo Rusia le hace la competencia en este rubro.
Las historias de barbarie entre rejas dan cuenta de que los tratos “inhumanos, crueles y degradantes” solo están proscritos en la letra muerta de nuestra Constitución Política, pero no en la realidad, ni en la carne de los reos ni en los espíritus de sus propios celadores, que terminan sufriendo el síndrome del encierro o corrompiéndose como única alternativa de sobrevivencia, dadas las paupérrimas condiciones en que son contratados.
Las cárceles ticas son una bomba de tiempo, y la Sala Constitucional, la Defensoría de los Habitantes, la Academia, así como la ciudadanía activa, no están haciendo suficiente. De hecho, no están haciendo casi nada.