Rasgarse las vestiduras, clamar al cielo, ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio son actitudes casi más electoralistas que bíblicas, fervorosamente practicadas aun por los políticos más descreídos. Forzados por la proximidad de las elecciones presidenciales, los candidatos de los partidos en liza se unen fraternalmente –por más dispares (y disparatadas) que sean sus propuestas– en un rito común ofrendado al dios escándalo: cada uno de ellos, cual cordero pascual, se presenta a sí mismo inmaculado mientras amontona piedras para iniciar, al son de sus directores de campaña, lapidaciones muy bien orquestadas y hasta coreografiadas.
Una parodia. El pueblo, harto del déjà vu de semejante parodia veterotestamentaria, que tiene mucho de exhibicionismo y ninguna utilidad para la mayoría, repite, amodorrado, la misma pregunta que sus aspirantes a gobernarlo formulan paroxística-mente: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? En la respuesta caben todo tipo de culpables, menos el interrogador. Casi nadie cree ser causante de la desgracia de los demás, y, sin embargo, todos lo somos. J. B. Priestley estrenó en 1946 una maravillosa pieza de teatro, titulada Llama un inspector, cuyo mensaje, siempre vigente, es un aviso para navegantes que nos recuerda el peligro de infravalorar la responsabilidad individual en los desastres colectivos.
No nos gusta atender las señales que anuncian nuestra perdición y, por ello, habitamos ruinas que negamos. Preferimos ignorar la salvaje realidad y seguir construyendo brumas entre ficciones adiestradas. Nos molesta la luz.
Joseph de Maistre afirmó que toda nación tiene el gobierno que se merece. No sé hasta qué punto será cierto, pero, desde luego, los abusos institucionales no se improvisan y reflejan en buena medida la pasividad, cuando no complicidad, de los agentes sociales.
Pilatos modernos. Vecinos que se desentienden del deterioro de sus barrios, familiares excluidos bajo el mismo techo, violencias que se silencian, amigos de boquilla que diluyen el compromiso en convencionalismos, ociosos que delegan en el chisme sus propias vidas, trabajadores que consienten irregularidades “porque todo el mundo lo hace”: las corrupciones domésticas, de donde beben las fuentes las de mayor calado, están bien surtidas. No solo los Pilatos modernos se lavan las manos desde los tribunales, también el ciudadano de a pie lo hace con frecuencia desde sus circunstancias concretas.
De ahí a pretender que las responsabilidades sean equiparables –la inicua democratización de la culpa– hay un buen trecho. Hemos asistido al espectáculo de diputados acusados de tráfico de influencias, peculado, concusión, difamación, prevaricación, agresión, contribución ilegal (seguro que me dejo algo en el tintero), en fin, una sarta de lindezas que azorarían a cualquier delincuente arrabalero, y que algunos de esos “representantes populares” acumulan con alegre desparpajo.
Varios ejemplos. Ha habido quienes asimilan el maltrato animal como deporte, avalan bochornosos indultos, justamente bautizados como de la vergüenza, y, en el colmo del nepotismo, defienden abiertamente que sus curules sean heredables por allegados (presumiblemente, por el ejemplo recibido y por la genética de la ambición, tan incompetentes como sus mentores; ¿por qué el Tribunal Supremo de Elecciones no sanciona la consanguinidad en cualquier supuesto?, ¿por qué se viola el artículo 9 de la Ley de Personal de la Asamblea y no se impide, de una buena vez, la contratación de parentela chupóptera?).
También pululan tránsfugas que subastan sus fidelidades al mejor postor, lobos con piel de oveja que propugnan proyectos de bien social para hincarles el diente e iluminados que solicitan inmunidad vitalicia. Y no faltan quienes repulen sus mentiras con conmovedora elocuencia (“supongamos que yo supongo”, declamaba una diputada). Así las cosas, no es de extrañar que el mismo presidente del Congreso levante la voz contra el escrutinio político: razones le sobran para que se pase de puntillas sobre tanto desmadre.
Autorrecompensa. A pesar de todo, los legisladores muestran consenso en algo: la necesidad de autorrecompensarse. Mientras el XVIII Informe Estado de la Nación (2012) denuncia el estancamiento de la pobreza en las dos últimas décadas y la “vulnerabilidad a la pobreza de los no pobres”, la mayoría de ellos votó en el 2010 a favor de un proyecto de ley que aumentaría sus salarios un 60% (contraviniendo el artículo 48 de la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito, que prohíbe reglamentar en beneficio propio), iniciativa fallida por el veto de la presidenta Chinchilla y compensada por progresivos emolumentos que convierten ese veto en anécdota.
Siete meses y medio antes de morir, José Merino publicó en este periódico un impresionante artículo (“El poder de las mafias”, 23/02/12) en el que radiografiaba las tripas cancerosas de un Estado que está dejando el apelativo “de derecho” en la cuneta.
Cuando Aquileo J. Echevarría escribió en sus famosas Concherías “la ley estira o encoge/ según a quién se le aplica./ Esto pasa en todas partes,/ pero más en Costa Rica”, seguramente no imaginó que llegaría un día en que la ley misma agonizaría entre desaprensivos que conculcan el orden constitucional entonando himnos patrióticos. De tanto esperar a que “se aclaren los nublados del día”, puede sobrevenir la noche y agotarse el tiempo de vislumbrar las consecuencias, a veces fatales, de la indecisión.
Acto cotidiano. La política no es una entelequia encerrada en la cajita de cristal de la Asamblea Legislativa, sino un acto cotidiano que todos llevamos a cabo en las interrelaciones más básicas: el modo en que tratamos al prójimo, nuestro comportamiento público o privado, las opiniones que expresamos –y cómo las expresamos– e, incluso, lo que consumimos pertenecen a ese ámbito que maneja con más soltura un niño que parlamentarios de tres al cuarto.
¿Cuál es el precio que debe pagar una ciudadanía que calla?