En varias obras artísticas se comprueba aprecio por los seres humanos diminutos. Resulta una constante, universal además. Jonathan Swift introdujo el tema con sus hombrecitos de Liliput: en educativa perspectiva, subraya la necesaria apertura al mundo, comparando. Los pitufos y Mafalda pasaron por la Calle del Gato, la de Valle-Inclán, con sus espejos deformantes, cosa de subrayar mejor la necesidad de crecer y mejorar con criticidad.
Otros casos son distintos. Manlio Argueta (escritor del “Pulgarcito de América”) rescata El Cipitío , hermosa leyenda náhuatl, donde un niño queda injustamente condenado por otros a no crecer. Hace algo más de un siglo, J. M. Barrie puso en escena a un muchacho de nombre Peter Pan, que, al igual que él, por un trauma se niega a crecer. Sobre ello, hace 60 años Walt Disney hizo una película, elogiando la pueril inocencia, la frescura de los primeros años. Salvando distancias, es lo pequeño-hermoso de Schumacker en contra de la manía, muy gringa, de lo grande supuestamente mejor.
Pero en un país de cuyo nombre no quiero acordarme, ningún cuento, muchos a título individual y colectivo se quedan y se regocijan en la diminutiva falta de superación. Abunda lo más o menos y hasta lo mediocre por conformarse con el menor esfuerzo. Igual se comprueba a escala nacional: ahorita por réditos electorales se aplaude dejar los estudios secundarios a medias, sin bachillerato. Sí, un país entero, chiqui-tico, padece “una folclórica conjunción de asustadiza inadaptación a la modernidad con parvulismo” ( La Nación 26/09/2003). En ambos casos, muchas veces conjugados, es una cuestión psicológica… y de las grandes: comprobamos una chiquitomanía omnipresente.
No es nuevo el diagnóstico: véase la “Suiza centroamericana” (Omar Dengo y Mario Sancho), la “demoperfectocracia” (Yolanda Oreamuno), la “isla que somos” (atacada por Isaac Felipe Azofeifa). Van décadas en que la educación formal, dizque liberadora, más bien reforzó los mitos. Añádase ahora nuestra hipócrita visión ecológica, todo en patológico ensalzarse a sí mismo, escondiendo un complejo de inferioridad, al no atreverse a la comparación con lo de afuera. Por suerte, el “pura vida”, con alegría y pacifismo supuestamente congénitos, ha quedado desnudado porque refleja la actitud defensiva del avestruz. Prevalece un noli me tangere : por definición soy intocable. No me corrija, no me critique; ensálceme nada más.
Para las elecciones florecerá el vocablo “cambio”, pero el concepto como tal horroriza: ¿cambio? Ni el de aceite del motor; cambio de carril, sí; de pareja, claro. Ese miedo a la libertad que estudió Erich Fromm tiene aquí su vertiente de miedo al cambio. Convendría mantener el statu quo, lo conocido, ver la otra ribera, añorar, no proyectar: de allí el bombardeo “educativo” respecto de lo-chiquito-bonito-feliz que era y es el país todo. Perenne autobálsamo todo aquello, enfoque pueril sin aunar al aprendizaje la valoración de lo diferente, la construcción crítica hacia algo superior en democracia real, equitativa.
Con un ataque frontal a la burocracia, este periódico acaba de estigmatizar esa patológica falta de voluntad, esa negativa a crecer: “¡Nos negamos a mejorar!” ponía el editorial del 13 de agosto, en referencia a los puertos; y, poco después, la directora del medio puso en evidencia otro caso de antología, negativa: es el “qué pereza” frente a la modernización digital en la misma Administración central.
Sí, aniversario lindo el de la película de Peter Pan, pero, aplicada, resulta espejo de cierta colectividad: ya invitaba Darío (nica, centroamericanista y universal): “Si la patria es chica, uno grande la sueña”. Singapur, Hong Kong, Corea del Sur, Panamá, etc.… se atrevieron. ¿Esperaremos los nublados del día?