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Permiso para creer

El Einstein que creyó fue el niño y el artista, no el señor de las ecuaciones trascendentales

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Después de oír tocar a Menuhin a los trece años, Einstein se puso de pie, lloró y dijo: “Ahora sé que hay un dios”. La anécdota es, en todo punto, representativa del siglo XX: hacía falta que un científico —el científico por antonomasia— lo certificara, para que Dios existiese. Ahora sí: podemos creer: ¡Cuánta bienaventuranza! Einstein lo autorizó, por lo tanto ha de ser cierto. La falacia “de autoridad”, o falacia ad baculum.








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