¿Cómo nos percibimos como parte de una colectividad? Esta pregunta es esencial cuando pretendemos ser, de alguna manera, personas críticas de nuestro entorno social. Lo es porque incluye en su respuesta las dimensiones afectivas dentro del ámbito del pensar, puesto que no podemos ser neutrales respecto al espacio de la propia sobrevivencia.
Es inútil que mantengamos ser totalmente objetivos en la apreciación racional de lo social, porque esta pretensión es solamente ideológica, no veraz. Si nos atenemos a la mera percepción fenomenológica del acto crítico frente a los social, este siempre reclama o una pasión afectiva o una participación en el poder político (aunque no raras veces ambas cosas son intercambiables).
¿Desde dónde es pertinente, entonces, iniciar la tarea crítica acerca de la sociedad o de la cultura? ¿Desde la identificación del que se considera un adversario para poder atacarlo desde nuestras ideas y presupuestos opuestos, o desde la consideración respetuosa de las premisas y conclusiones expuestas de su razonamiento?
Si se mantiene la opción primera, es natural presumir que se desdeña a la persona por su pretendida identidad o ubicación en un estatus social, pero ¿eso elimina la lógica y la sensatez de su pensar, incluso en ámbitos marginales a su vinculación o identificación colectiva?
La respuesta es no, pero resulta conveniente mantener lo opuesto cuando se quiere invalidar de raíz todo intento de contestación de una ideología particular. Asumir la segunda opción, por otro lado, implica limitar o relativizar momentáneamente la propia perspectiva crítica, para dar espacio a lo diverso.
Subjetividad. Los análisis políticos de lo social muchas veces privilegian el aspecto ideológico de los distintos actores en la trama relacional, porque es más fácil evidenciar sus falencias. Pero ¿qué hay de la subjetividad en la apreciación de lo sociopolítico?
Las elecciones en los EE. UU. y la crisis europea, cada vez más, demuestran la interrelación que existe entre el sentir individual y las decisiones de carácter nacional e internacional.
El pueblo, en sentido amplio, no distingue entre sentimientos y posicionamientos políticos. Muchas veces se traduce lo emocional, lo afectivo y lo deseable en lo políticamente viable. En otras palabras, la sistematización lógico-ideológica pierde terreno, mientras lo gana la vinculación afectivo-cultural, lo que implica que el actuar social está mediado más por símbolos y sentimientos que por razones objetivas.
Nunca se es ideológicamente neutro, pero se puede torcer la propia ideología en virtud de valores sostenidos como sagrados por las personas que comparten un determinado código cultural (familiar, religioso, cercanía laboral o concesiones políticas) o una vinculación partidaria.
El arte de mantener la apariencia de lo objetivo cuando el motivo de acción o posicionamiento político es subjetivo estriba en ocultar la verdad que un razonamiento ajeno tiene, con el fin de hacer evidente su inutilidad. En consecuencia, la retórica se dirige a validar el propio pensar apodícticamente, como si eso le diera de por sí una autoridad indiscutible. En el fondo, lo que subsiste es el miedo a perder influencia y reconocimiento.
Pensamiento libre. La crítica de lo social tiene que ser dinámica, no dogmática; abierta a la novedad, no repetidora de ideologías o imaginarios fantasiosos; flexible, para que no se cierre a fenómenos no considerados; objetiva, que quiere decir inclusiva de los actos afectivos que concretizan opciones sociales; política, en cuanto manifiesta de forma clara y concisa su opinión sobre el rumbo que debe asumir la colectividad; democrática, en cuanto que incluye en su pensar la discusión seria y profunda con las posiciones más divergentes; y, por último, popular, en cuanto que privilegia el sentir generalizado, considerando las necesidades de las personas más importantes que las razones de la élite política o académica.
No se trata, empero, de adherirse ciegamente a un discurso vinculado a un grupo social, sino ser consecuentes con el principio de que el pensar es libre solo cuando pone en juicio sus propios criterios de verdad.
Esta afirmación supone, de hecho, un cambio de paradigma axiológico, que dista mucho de los presupuestos del análisis de la colectividad referido a un tipo de ideología o análisis determinado.
Los partidos y movimientos más nuevos, por ejemplo, no hacen propuestas o elaboran proyectos “macro” viables, sino que pretenden una cuota de poder en ámbitos intermedios que definen las políticas públicas operativas, con el afán de hacer valer posiciones y visiones no “tradicionalmente partidarias”.
Pero cuando esos movimientos, una vez alcanzado el poder, experimentan que la realidad supera sus propias expectativas, se hacen visibles sus vacíos y errores políticos e ideológicos. Si no son capaces de reconocer esta debilidad, se encaminan inevitablemente a un régimen de indiferencia respecto a las necesidades populares. Porque, al fin de cuentas, si bien las ideologías ofrecen claves de análisis que no son irrelevantes, no son únicas ni necesariamente las mejores.
Axiología. El análisis de lo social, en consecuencia, tiene relación directa con psicología y la sociología, no es posible que se puedan separar estos ámbitos de estudio, porque estamos hablando de un elemento aglutinador de lo individual y lo social: la cultura y los procesos que hacen del ser humano una persona en relación con otras.
La crítica axiológica, por eso, no es menos importante para la comprensión de la sociedad en la que vivimos. Podríamos decir, entonces, que las diferentes perspectivas del análisis político podrían enriquecerse con las apreciaciones de la crítica axiológica, porque su ámbito de encuentro es la vida concreta de las personas en la sociedad y los principios que rigen su relación.
Podríamos concluir, por tanto, que es necesario superar un tipo de análisis de lo social que se restringe a categorías fijas y vinculadas a una ideología o modelo conceptual único.
La filosofía posmoderna nos ha hecho comprender la necesidad de abrir horizontes a la crítica, para que esta sea más racional, provisoria e inclusiva.
No podemos ver el mundo social simplemente como el espacio del conflicto, o de la funcionalidad o de las estructuras que se reproducen a sí mismas. Si bien estas perspectivas a lo social nos permiten un acercamiento pertinente a ciertos fenómenos, también fallan en su presunción de totalidad.
Solo un modelo dinámico de lo social, que incluya la percepción que tiene el sujeto de la colectividad, y una consideración del individuo como un actor social de primer orden pueden ayudarnos a ser más libres en nuestra manera de abordar los problemas políticos y sociales. Y, por ende, más propositivos e inclusivos. Y tal vez, de esta manera, podamos exorcizar el crecimiento de los populismos modernos.
El autor es franciscano conventual.